No dejan de asombrarme los distintos, por llamarlo de algún modo, “niveles” de profundidad, extensión, longitud, y también firmeza, trabazón, solidez, y cuantos otros adjetivos se le quiera poner, a las cosas que conocemos, es decir, a las verdades que tenemos fijas, o no tanto, en nuestro entendimiento y amamos, o no tanto…
De este hecho proviene la importancia de la meditación y está también en la base de los Ejercicios Espirituales. Probablemente no aprendamos muchas cosas nuevas haciendo Ejercicios –sobre todo si hemos hecho otros durante nuestra vida– pero sin duda que las entenderemos de otro modo, el cual las reviste de cierta novedad. De aquí esa tan familiar y citada sentencia del libro de los EE de san Ignacio: “no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente” [2]. El P. Balmes dirá: “lo importante no es saber las cosas sino advertir en ellas”.
No solo influye en este conocimiento nuestra inteligencia, sino también –y no poco– la voluntad; porque si bien es cierto que “no se ama lo que no se conoce”, también lo es que “ningún bien es perfectamente conocido sino es perfectamente amado”[1].
Igual relación hay entre el binomio conocimiento y vida, ya que por un lado “se entiende solo lo que se vive”, como reza el principio hermenéutico, y por otro, es muy distinto saber una verdad que saber usar de ella, es decir, vivirla:
“Mucha diferencia va de saber una verdad a saber usar de ella como se debe usar. Porque lo primero sin lo segundo, no sólo no aprovecha, mas aun daña; pues como dice San Pablo (1 Cor, 8, 2), el que piensa que sabe algo, no ha sabido cómo debe saber”[2]. (San Juan de Ávila)
Valga –espero– esta introducción para decir que es de creer que mucho nos cuesta comprender todo lo que Nuestro Señor ha hecho, y hace, por nosotros, o, mejor dicho: “por mí”. Sí, lo sabemos, pero qué lejos estamos quizás de entenderlo, gustarlo, saborearlo (de ahí viene “sabiduría”), hacerlo carne, vida, que penetre en nuestra sangre y hasta que respiremos esa verdad, como lo pudo hacer un San Pablo al decir: vivo en la fe del Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20).
San Ignacio era otro que vivía a ultranza esta realidad, la cual estampó claramente en sus Ejercicios. Para muestra, algunos botones: la petición de todas las contemplaciones de la segunda semana es“demandar conoscimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre” [104]. Ante el Pesebre de Belén, contemplando a la Sagrada Familia, nos indicará el Santo:
“Mirar y considerar lo que hacen, así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nascido en summa pobreza, y a cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí” [116]
En la tercera semana nos hace pedir “dolor con Christo doloroso, quebranto con Christo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Christo passó por mí”. [203]
Casi terminando, en la “Contemplación para alcanzar amor” nos sugiere considerar “ponderando con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí” [234], y también “considerar cómo Dios trabaja y laborapor mí en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra”. [236]
A lo mismo apunta el Santo cuando hace entrar en juego “mis pecados”. Ya en la primera meditación, de losTres Pecados, nos invita a rumiar esta verdad al hacer el coloquio:
“Imaginando a Christo nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados”. [53]
Y durante toda la tercera semana nos hará pedir “dolor, sentimiento y confussión, porque por mis pecadosva el señor a la pasión” [193] y “considerar cómo todo esto padesce por mis peccados, etcétera”. [197]
Sin lugar a dudas que no podemos llegar a entender esta transcendental verdad sin la gracia de Dios, pero tampoco hay duda que debemos poner los medios que están a nuestro alcance para lograrlo, uno de los cuales –y no menor– es justamente aplicar nuestra inteligencia para, como decía el P. Hurtado: “comprender, sentir internamente la fuerza de estas verdades”.
Digamos, en primer lugar que no es lo mismo afirmar que Cristo “murió por nosotros”, a decir que “murió por mí”. Si bien lo segundo está contenido en lo primero, quedarnos solo en aquello quizás nos haría correr el riesgo de “perdernos en la multitud” aun sabiendo, como sabemos, que para Dios no hay, en este sentido, multitud que valga –porque nos conoce y ama personalísimamente–.
Podemos decir que todos estos “por mí” y “por mis pecados” nos tienen a nosotros como “actores principales” del drama de la redención y, llevándolo a una nomenclatura más filosófica, podemos decir que estamos presentes, a su vez, como causa y como efecto.
Cada uno de nosotros, únicos e irrepetibles como somos, con nombre y apellido, hemos sido la causa de que el Verbo eterno, consubstancial al Padre, en un acto de humildad abismal y casi infinita, haya asumido una naturaleza humana pasible como la nuestra. Y la causa no es otra que nuestros pecados.
Sí, por mí, y más puntualmente por mis pecados, Jesús se encarnó, nació, creció, aprendió, trabajó… pero también caminó, se bautizó, ayunó, predicó, se cansó, rezó, hizo milagros… y, sobre todo, sufrió la persecución, la maledicencia de los hombres, y sudó sangre, fue flagelado, coronado de espinas, cargó con la cruz y fue crucificado… es decir, padeció el mayor de los tormentos, tanto morales como físicos[3], cargando el peso de todos los pecados de la humanidad, y entre ellos especialmente –para mí–, los míos.
San Alberto Hurtado, en una meditación sobre el pecado y cómo éste implica morir a todo lo bueno, escribe:
“Morir, peor, matar a Jesús mi amigo
Él murió por los pecadores, de los cuales yo soy el primero. El Viernes Santo, al besar el Cristo ¡yo lo maté! Cada pecado crucifica de nuevo a Cristo en su corazón. Si Él no hubiera muerto por rescatarme, vendría del cielo a la tierra para abrirme el cielo: La malicia del pecado sería suficiente para traer a Cristo del cielo a la cruz. Lo hemos muerto muchos, pero si yo, confabulado con otros, a una vez, hubiese dado un golpe en el corazón de mi Padre ¿me excusaría el que hubiésemos sido muchos? Sabiendo que es Él, ¿hay algo que excuse mi parricidio? Si estas verdades me parecen exageraciones es porque o hay ignorancia, o porque mi fe es desleída. En la Edad Media se pecaba, y mucho, ¡pero qué hondura de arrepentimiento!”[4].
Como decíamos, también estoy presente en este drama como efecto. El amor de Dios es tan infinito como su mismo ser; pues bien, ese caudal infinito de amor ha buscado todos los causes posibles –y hasta imposibles diríamos– para mostrarme “a mí” que me ama y que, por tanto quiere salvarme, rescatarme, redimirme, liberarme de la peor de las esclavitudes y miserias: “mis pecados”.
Él es la bondad, y es propio de ésta el darse, el comunicarse, entregarse; y no habiendo mayor forma que la comunicación y entrega total, así lo hizo en ese misterio/milagro de la Encarnación… todo el bien que se sigue de que un Dios haya pisado esta tierra y haya sufrido por la humanidad, tienen como objeto mi persona, singularmente. Jesús en su vida y pasión pensó en mí, me amó y buscó hacerme el mayor bien posible, mostrándome su amor hasta el extremo, hasta no poder más, hasta la última gota de sangre, de sudor, de lágrimas… de vida.
Entender en profundidad estas cosas nos hará acercar al Señor con la confianza de la hemorroisa del Evangelio, y traerá sobre nosotros una fuerza especial del Señor, como la que salió de Él en aquella oportunidad (Mc 5,27-34).
Hará también, de manera espontánea, que busquemos “pagar con la misma moneda”, como nos invita el Santo de Loyola en los Ejercicios luego de considerar lo que el Señor ha hecho por nosotros:
“(…) Otro tanto mirando a mí mismo lo que he hecho por Christo, lo que hago por Christo, lo que debo hacer por Christo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz discurrir por lo que se offresciere”. [53]
Y en la tercera semana, agrega lo más propio de la respuesta de un alma enamorada, la Cruz:
“Considerar cómo todo esto padesce por mis peccados, etcétera, y qué debo yo hacer y padescer por él”.
Además, hará que tomen más sentido los “por mí” que Jesús nos pide en el Evangelio:
Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. (Mt 10, 32)
El que pierda su vida por mí, la encontrará. (Mt 10, 39)
Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno… (Mc 10, 29-30)
También los “por mí” y “por mis pecados” involucran otro gran amor, el mayor luego del mencionado; el de la Corredentora…, sentirlo hará que vivamos cada vez más como hijos suyos y correspondamos a sus ternuras de Madre dolorosa.
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Lecturas recomendadas
Miguel Á. Fuentes, IVE: La verdad que salva es la verdad amada, no la conocida. En la web (Aquí); en Pdf (Aquí)
San Alberto Hurtado: Morir, meditación sobre el pecado (Aquí)
San Alfonso María de Ligorio: Quien ama a Jesucristo, ama el padecimiento (Aquí)
Ver todas las lecturas recomendadas, AQUÍ.
[1] Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación Sacerdotal, 10/11/89, n. 34,3.
[2] San Juan de Ávila, Audi Filia, 92.
[3] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, 46, 6.
[4] San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20043, p. 54.
De este hecho proviene la importancia de la meditación y está también en la base de los Ejercicios Espirituales. Probablemente no aprendamos muchas cosas nuevas haciendo Ejercicios –sobre todo si hemos hecho otros durante nuestra vida– pero sin duda que las entenderemos de otro modo, el cual las reviste de cierta novedad. De aquí esa tan familiar y citada sentencia del libro de los EE de san Ignacio: “no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente” [2]. El P. Balmes dirá: “lo importante no es saber las cosas sino advertir en ellas”.
No solo influye en este conocimiento nuestra inteligencia, sino también –y no poco– la voluntad; porque si bien es cierto que “no se ama lo que no se conoce”, también lo es que “ningún bien es perfectamente conocido sino es perfectamente amado”[1].
Igual relación hay entre el binomio conocimiento y vida, ya que por un lado “se entiende solo lo que se vive”, como reza el principio hermenéutico, y por otro, es muy distinto saber una verdad que saber usar de ella, es decir, vivirla:
“Mucha diferencia va de saber una verdad a saber usar de ella como se debe usar. Porque lo primero sin lo segundo, no sólo no aprovecha, mas aun daña; pues como dice San Pablo (1 Cor, 8, 2), el que piensa que sabe algo, no ha sabido cómo debe saber”[2]. (San Juan de Ávila)
Valga –espero– esta introducción para decir que es de creer que mucho nos cuesta comprender todo lo que Nuestro Señor ha hecho, y hace, por nosotros, o, mejor dicho: “por mí”. Sí, lo sabemos, pero qué lejos estamos quizás de entenderlo, gustarlo, saborearlo (de ahí viene “sabiduría”), hacerlo carne, vida, que penetre en nuestra sangre y hasta que respiremos esa verdad, como lo pudo hacer un San Pablo al decir: vivo en la fe del Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2, 20).
San Ignacio era otro que vivía a ultranza esta realidad, la cual estampó claramente en sus Ejercicios. Para muestra, algunos botones: la petición de todas las contemplaciones de la segunda semana es“demandar conoscimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre” [104]. Ante el Pesebre de Belén, contemplando a la Sagrada Familia, nos indicará el Santo:
“Mirar y considerar lo que hacen, así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nascido en summa pobreza, y a cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí” [116]
En la tercera semana nos hace pedir “dolor con Christo doloroso, quebranto con Christo quebrantado, lágrimas, pena interna de tanta pena que Christo passó por mí”. [203]
Casi terminando, en la “Contemplación para alcanzar amor” nos sugiere considerar “ponderando con mucho afecto quánto ha hecho Dios nuestro Señor por mí” [234], y también “considerar cómo Dios trabaja y laborapor mí en todas cosas criadas sobre la haz de la tierra”. [236]
A lo mismo apunta el Santo cuando hace entrar en juego “mis pecados”. Ya en la primera meditación, de losTres Pecados, nos invita a rumiar esta verdad al hacer el coloquio:
“Imaginando a Christo nuestro Señor delante y puesto en cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados”. [53]
Y durante toda la tercera semana nos hará pedir “dolor, sentimiento y confussión, porque por mis pecadosva el señor a la pasión” [193] y “considerar cómo todo esto padesce por mis peccados, etcétera”. [197]
Sin lugar a dudas que no podemos llegar a entender esta transcendental verdad sin la gracia de Dios, pero tampoco hay duda que debemos poner los medios que están a nuestro alcance para lograrlo, uno de los cuales –y no menor– es justamente aplicar nuestra inteligencia para, como decía el P. Hurtado: “comprender, sentir internamente la fuerza de estas verdades”.
Digamos, en primer lugar que no es lo mismo afirmar que Cristo “murió por nosotros”, a decir que “murió por mí”. Si bien lo segundo está contenido en lo primero, quedarnos solo en aquello quizás nos haría correr el riesgo de “perdernos en la multitud” aun sabiendo, como sabemos, que para Dios no hay, en este sentido, multitud que valga –porque nos conoce y ama personalísimamente–.
Podemos decir que todos estos “por mí” y “por mis pecados” nos tienen a nosotros como “actores principales” del drama de la redención y, llevándolo a una nomenclatura más filosófica, podemos decir que estamos presentes, a su vez, como causa y como efecto.
Cada uno de nosotros, únicos e irrepetibles como somos, con nombre y apellido, hemos sido la causa de que el Verbo eterno, consubstancial al Padre, en un acto de humildad abismal y casi infinita, haya asumido una naturaleza humana pasible como la nuestra. Y la causa no es otra que nuestros pecados.
Sí, por mí, y más puntualmente por mis pecados, Jesús se encarnó, nació, creció, aprendió, trabajó… pero también caminó, se bautizó, ayunó, predicó, se cansó, rezó, hizo milagros… y, sobre todo, sufrió la persecución, la maledicencia de los hombres, y sudó sangre, fue flagelado, coronado de espinas, cargó con la cruz y fue crucificado… es decir, padeció el mayor de los tormentos, tanto morales como físicos[3], cargando el peso de todos los pecados de la humanidad, y entre ellos especialmente –para mí–, los míos.
San Alberto Hurtado, en una meditación sobre el pecado y cómo éste implica morir a todo lo bueno, escribe:
“Morir, peor, matar a Jesús mi amigo
Él murió por los pecadores, de los cuales yo soy el primero. El Viernes Santo, al besar el Cristo ¡yo lo maté! Cada pecado crucifica de nuevo a Cristo en su corazón. Si Él no hubiera muerto por rescatarme, vendría del cielo a la tierra para abrirme el cielo: La malicia del pecado sería suficiente para traer a Cristo del cielo a la cruz. Lo hemos muerto muchos, pero si yo, confabulado con otros, a una vez, hubiese dado un golpe en el corazón de mi Padre ¿me excusaría el que hubiésemos sido muchos? Sabiendo que es Él, ¿hay algo que excuse mi parricidio? Si estas verdades me parecen exageraciones es porque o hay ignorancia, o porque mi fe es desleída. En la Edad Media se pecaba, y mucho, ¡pero qué hondura de arrepentimiento!”[4].
Como decíamos, también estoy presente en este drama como efecto. El amor de Dios es tan infinito como su mismo ser; pues bien, ese caudal infinito de amor ha buscado todos los causes posibles –y hasta imposibles diríamos– para mostrarme “a mí” que me ama y que, por tanto quiere salvarme, rescatarme, redimirme, liberarme de la peor de las esclavitudes y miserias: “mis pecados”.
Él es la bondad, y es propio de ésta el darse, el comunicarse, entregarse; y no habiendo mayor forma que la comunicación y entrega total, así lo hizo en ese misterio/milagro de la Encarnación… todo el bien que se sigue de que un Dios haya pisado esta tierra y haya sufrido por la humanidad, tienen como objeto mi persona, singularmente. Jesús en su vida y pasión pensó en mí, me amó y buscó hacerme el mayor bien posible, mostrándome su amor hasta el extremo, hasta no poder más, hasta la última gota de sangre, de sudor, de lágrimas… de vida.
Entender en profundidad estas cosas nos hará acercar al Señor con la confianza de la hemorroisa del Evangelio, y traerá sobre nosotros una fuerza especial del Señor, como la que salió de Él en aquella oportunidad (Mc 5,27-34).
Hará también, de manera espontánea, que busquemos “pagar con la misma moneda”, como nos invita el Santo de Loyola en los Ejercicios luego de considerar lo que el Señor ha hecho por nosotros:
“(…) Otro tanto mirando a mí mismo lo que he hecho por Christo, lo que hago por Christo, lo que debo hacer por Christo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz discurrir por lo que se offresciere”. [53]
Y en la tercera semana, agrega lo más propio de la respuesta de un alma enamorada, la Cruz:
“Considerar cómo todo esto padesce por mis peccados, etcétera, y qué debo yo hacer y padescer por él”.
Además, hará que tomen más sentido los “por mí” que Jesús nos pide en el Evangelio:
Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. (Mt 10, 32)
El que pierda su vida por mí, la encontrará. (Mt 10, 39)
Nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno… (Mc 10, 29-30)
También los “por mí” y “por mis pecados” involucran otro gran amor, el mayor luego del mencionado; el de la Corredentora…, sentirlo hará que vivamos cada vez más como hijos suyos y correspondamos a sus ternuras de Madre dolorosa.
————————-
Lecturas recomendadas
Miguel Á. Fuentes, IVE: La verdad que salva es la verdad amada, no la conocida. En la web (Aquí); en Pdf (Aquí)
San Alberto Hurtado: Morir, meditación sobre el pecado (Aquí)
San Alfonso María de Ligorio: Quien ama a Jesucristo, ama el padecimiento (Aquí)
Ver todas las lecturas recomendadas, AQUÍ.
[1] Congregación para la Educación Católica, Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación Sacerdotal, 10/11/89, n. 34,3.
[2] San Juan de Ávila, Audi Filia, 92.
[3] Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, 46, 6.
[4] San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20043, p. 54.
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