sábado, 29 de junio de 2013

San Pedro y San Pablo

Sermón predicado por el P. Raúl Harrigue IVE, días antes de la fiesta de San Pedro y San Pablo:



QUERIDOS HERMANOS:

Dios mediante celebraremos la solemnidad de San Pedro y San Pablo el próximo sábado 29. Es la fiesta mayor de los mayores apóstoles; del que recibió el encargo de apacentar las ovejas del Señor y del que fue llamado para llevar la Salvación hasta los confines de la tierra.

Dos apóstoles distintos en su temperamento, en el inicio de su vocación pero dos apóstoles que compartían muchas cosas:

  • Eran pecadores:

-Pedro traicionó a su Maestro, al que había jurado acompañarlo hasta la muerte.
-Pablo persiguió con saña a Jesús en la persona de los fieles cristianos.

  • Se arrepintieron:

-Pedro lloró amargamente el haber negado al Señor.
-Pablo se consideraba indigno de ser contado entre el número de los apóstoles.

  • Se convirtieron y trabajaron por remediar sus faltas:

-Pedro, confiando en la palabra de Jesús se dedicó a apacentar sus ovejas. Fue a donde lo llevaba el Señor. Llegó a Roma, centro de la universalidad del momento y allí selló con su sangre el testimonio acerca de Jesús. El que negó al Maestro, lo confesó con su sangre.
-Pablo confió en el perdón de Jesús y dejó todo lo demás detrás de él, dedicándose al apostolado: “hay de mí si no evangelizare”. ¡Y qué no soportó por Cristo! “Todo lo soporto por el evangelio”. ¡Y qué cosa deseaba tanto como el estar con Cristo! “Para mí la vida es Cristo y la muerte una ganancia”.

Si hay algo que compartían era el amor a Jesús; eso los llevó a dejar todo por Él y por el evangelio: “Todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo.” Es que habían comprendido que el amor de Cristo los había elegido, consagrado y destinado a una misión del todo particular.

El amor de Cristo los impulsaba, los fortalecía, los llenaba de esperanza: “todo lo puedo en aquel que nos conforta.”

Es que el amor a Cristo ha impulsado siempre a los hombres a los mayores heroísmos. Si amáramos a Jesús como ellos ¡qué cosa no podríamos hacer! ¡Qué nos impediría trabajar con generosidad por nuestros hermanos!

Si amáramos a Cristo todo nos parecería poco con tal de servirlo; pero de dónde brota este amor a Cristo: en los dos apóstoles de la convicción que habían sido perdonados por Él.

Pidámosle a estos apóstoles que nos alcancen la gracia del amor a Cristo; para lo cual necesitamos antes la convicción que el Señor nos perdona.

Quisiera transcribir el himno que rezamos en el Oficio de lectura en la solemnidad; es hermosísimo por mostrarnos a los dos apóstoles tales como son:

Pedro, roca; Pablo, espada. Pedro, la red en las manos; Pablo, tajante palabra. Pedro, llaves; Pablo, andanzas. y un trotar por los caminos con cansancio en las pisadas. Cristo tras los dos andaba: a uno lo tumbó en Damasco, y al otro lo hirió con lágrimas. Roma se vistió de gracia: crucificada la roca, y la espada muerta a espada. Amén

Hoy recemos por nuestro Santo Padre el papa, sucesor de San Pedro, príncipe de los apóstoles, quien es el encargado de velar por el pueblo de Dios.

Dios los bendiga. Rezo siempre por ustedes.
P. Raúl Harriague IVE

miércoles, 26 de junio de 2013

Una de las alegrías del misionero

El Instituto del Verbo Encarnado en Tayikistan:
Queridos todos en el Verbo Encarnado:
No sé si se acordarán que el año pasado mandé un escrito sobre el estudio del idioma, uno de los clavos del misionero de los que habla el P. Segundo Llorente S. J. Ahora quería mandar algo referido a una de las alegrías del misionero, que trae el P. Carrascal en su libro Si vas a ser misionero.
En un capítulo de este libro[1] el padre habla acerca de las alegrías del misionero y nombra como una de ellas, en primer lugar, el hecho de haber dejado todas las cosas por Jesucristo. El dice : Nadie, en efecto, como el misionero puede decir que ha dejado tan del todo y para siempre el padre y la madre, hermanos y hermanas por Jesucristo”. Y siguiendo con esta idea dice que el misionero a dejado incluso algo que el Señor, en aquellas palabras del evangelio con las que se dirige a quienes lo han dejado todo por Él (cf. Mc. 10, 28ss.), no indica explícitamente. Esto es, que el misionero también “a dejado su patria, su lengua y se ha dejado sobre todo a sí mismo. Esta es una de las grandes alegrías del misionero, renunciar a todas las cosas por Jesucristo.
Es cierto que “todo” lo que hemos dejado es nada en comparación con el "despojo" de la Encarnación, que Dios quiso asumir por nosotros, hasta el punto de morir en la Cruz... pero al fin y al cabo es “todo” lo que tenemos y eso se lo hemos dado. Citando al P. Carrascal: “Todo lo que el mundo ofrece; todo lo que el corazón sueña; todo lo que los sentidos bus­can; todo lo que en la vida más nos lisonjea; todo lo que es nombre y gloria, brillo y entusiasmo, «todo». Porque misiones es destierro de la patria y de la familia. Misiones es trabajo rudo y desagrada­ble de roturación. Misiones es soledad. Y es lengua nueva, menta­lidad distinta. Y es seguimiento de pocos. Todo lo hemos dejado”. 
Cristo sonriente de Javier
 Esto, obviamente, no es para agrandarse o para creerse que ya está todo hecho, porque como sigue comentando este misionero, el renunciar a todo por Dios es más bien un don suyo que mérito nuestro, obra de su gracia, e incluso aunque renunciemos a todo siempre quedaremos en deuda con Dios. De todos modos, sirve recordarlo, a esto apunta esta idea, para cobrar ánimo frecuentemente de esta realidad y renovar nuestra entrega a Dios cada día con mayor generosidad.
Algo importante que marca el Padre y que cité al principio es el hecho de que el misionero se ha dejado especialmente a sí mismo. En esto, me parece, estará la clave de que nuestra alegría en la misión permanezca. El dejar la patria, la familia, los amigos, etc., ya lo hemos hecho, pero el dejarnos a nosotros mismos es algo que debemos renovar siempre, sin importar el lugar donde nos toque misionar. Dejar de lado nuestros pensamientos, nuestros planes, nuestros caprichos, nuestros juicios, nuestros gustos, nuestras comodidades, nuestra propia voluntad para cumplir la de Dios, es algo para trabajar toda nuestra vida de misioneros y, aunque suene contradictorio o medio rebuscado, será siempre fuente de gran alegría para nosotros. Renunciándonos a nosotros mismos es como alcanzaremos la santidad, si a eso aspiramos, y daremos mayor fruto en la misión también, porque esto significa dejar obrar más a Dios en nuestra alma y menos a nosotros. Por algo será que el padre lo indica, parece no ser un detalle. Es lo que Cristo pide en el Evangelio: renuncia a ti mismo, carga con tu Cruz y sígueme (Mt. 16, 24; Mc. 8, 34; Lc. 9, 23ss.).  
Decía san Francisco de Asís en un diálogo con el hermano León: "La santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da. Es, en primer lugar, un vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, Hermano León, nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que Dios en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. Él es el Señor, el Único, el Santo. Pero coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria"[2]. Esto es lo que hace Dios con aquel que descubre ese vacío en sí mismo, con humildad y alegría.
Tendremos que luchar, entonces, contra nosotros día a día para que la alegría de haber renunciado a todo por el Señor siga estando latente y no se convierta en amargura.
Esta alegría que hemos comentado, obviamente, no es la única que experimenta quien ha venido a la misión, pero es ciertamente muy profunda e íntima, gracias a la cual podemos decirle a Cristo “en medio de nuestra pequeñez, en medio de nuestras inconsecuencias, en medio de los mil desquites de nuestro eterno «barro mortal»: Lo hemos dejado todo por Ti”.
Por eso, es algo bien cierto lo que decía el P. Llorente: “Es un error imaginarse al misionero medio destrozado por las fatigas, triste, suspirando ayes continuamente y hecho una miseria” [3], ya que tenemos muchos motivos para alegrarnos de nuestra vocación. Y además, como él continúa diciendo: “Dios está con el misionero que lo es por vocación y obediencia y le hace alegre la vida”[4].
Me parecía bueno comentar un poco esto para recordar una vez más este hecho tan valioso de haber dejado todo por Cristo, que a la vez es fuente de especial alegría para nosotros.
Dios quiera que tengamos la gracia de mantener siempre vivo el entusiasmo y alegría de servir a Nuestro Señor en tierra de misión, y si así Él lo quiere, de dar mucho fruto y hacer que muchas almas lo conozcan.
Unidos en las oraciones.
En Cristo y María.
Desde Tayikistán,
P. Esteban Curutchet, IVE


[1]Si vas a ser misionero,  VI- Las alegrías del Misionero, P. Juan Carrascal, S. J., Editorial SAL TERRAE, Santander, España, 1957.
[2] Sabiduría de un pobre, Eloí Leclerc, Ed. Marova, págs. 129-130.
[3] Cuarenta años en el círculo Polar, P. Segundo Llorente, S. J., Ed. Sígueme, Salamanca 2004, 47, págs. 341.
[4] Idem.

lunes, 24 de junio de 2013

La voz que clama en el desierto

De los Sermones de san Agustín, obispo



La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo. Ello no deja de tener su significado, y, si nuestras explicaciones no alcanzaran a estar a la altura de misterio tan elevado, no hemos de perdonar esfuerzo para profundizarlo y sacar provecho de él.

Juan nace de una anciana estéril; Cristo, de una jovencita virgen. El futuro padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y se queda mudo; la Virgen cree el del nacimiento de Cristo y lo concibe por la fe. Esto es, en resumen, lo que intentaremos penetrar y analizar; y, si el poco tiempo y las pocas facultades de que disponemos no nos permiten llegar hasta las profundidades de este misterio tan grande, mejor os adoctrinará aquel que habla en vuestro interior, aun en ausencia nuestra, aquel que es el objeto de vuestros piadosos pensamientos, aquel que habéis recibido en vuestro corazón y del cual habéis sido hechos templo.

Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: La ley y los profetas llegan hasta Juan. Por tanto, él es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nuevo. Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos; porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre. Aún no ha nacido y, al venir la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre. Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer; queda demostrado de quién es precursor, antes de que él lo vea. Estas cosas pertenecen al orden de lo divino y sobrepasan la capacidad de la humana pequeñez. Finalmente, nace, se le impone el nombre, queda expedita la lengua de su padre. Estos acontecimientos hay que entenderlos con toda la fuerza de su significado.

Zacarías calla y pierde el habla hasta que nace Juan, el precursor del Señor, y abre su boca. Este silencio de Zacarías significaba que, antes de la predicación de Cristo, el sentido de las profecías estaba en cierto modo latente, oculto, encerrado. Con el advenimiento de aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace claro. El hecho de que en el nacimiento de Juan se abre la boca de Zacarías tiene el mismo
significado que el rasgarse el velo al morir Cristo en la cruz. Si Juan se hubiera anunciado a sí mismo, la boca de Zacarías habría continuado muda. Si se desata su lengua es porque ha nacido aquel que es la voz; en efecto, cuando Juan cumplía ya su misión de anunciar al Señor, le dijeron: Dinos quién eres. Y él respondió: Yo soy la voz del que clama en el desierto. Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que existía ya al comienzo de las cosas. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio.

viernes, 7 de junio de 2013

Respuesta al Saludo al Papa Francisco




Compartimos la respuesta enviada desde la Santa Sede al saludo al Papa Francisco, enviada por el R. P. Carlos Walker, IVE, Superior General del Instituto del Verbo Encarnado, con motivo de su elección como Obispo de Roma.