lunes, 2 de febrero de 2015

Una virtud esencial y difícil: la mansedumbre

30 DE ENERO DE 2015 / MONASTERIODELPUEYO


San Francisco de Sales fue un gran santo, plurifacético, de esos que hicieron de todo. Había estudiado “leyes”, con calificación brillante y parecía tener un excelente porvenir en el mundo. Pero luego de salir airoso de una grandísima tentación de desesperación por intercesión de la Virgen María, decidió consagrarse a Dios como sacerdote y ponerse en camino más seguro de salvación. En sus primeros años, a fuerza de oración y predicación consiguió recobrar toda una provincia de Francia (que se había hecho protestante) para la fe católica; fue nombrado, más tarde, obispo de Ginebra, realizando una admirable obra de reforma pastoral; junto con S. Juana Francisca de Chantal fundó en 1610 (43 años de edad) la Congregación de la Visitación, facilitando el ingreso a la vida religiosa a quienes en esa época, por su condición social, no podrían; fue canonizado poco tiempo después de su muerte, y en 1877 nombrado doctor de la Iglesia, por el enorme influjo de sus escritos en la espiritualidad posterior, principalmente a través de su magnífico Tratado del amor de Dios (1616). A pesar de todo esto… que es un brevísimo perfil suyo, se lo suele reconocer unánime y casi exclusivamente, por la “mansedumbre”. Y no es para menos.


Navegar mar adentro, llegar a la santidad.



La mansedumbre en nuestro santo. El mismo dejó escrito, como signo de su esfuerzo colosal, a modo de testamento: “quizá como obispo he fallado en muchas cosas. Quizá mi sucesor corregirá mis fallas. Pero que si bien he hecho muchas cosas mal, sin embargo, en una cosa no, en la mansedumbre”. Solo un santo puede dejar escrito eso, y es porque realmente lo cumplió. Otro testimonio fue la hiel; al hacerle la autopsia, dice monseñor Camus, que encontraron la hiel convertida en 33 piedrecitas, señal de los esfuerzos tan heroicos que había tenido que hacer para vencer su temperamento tan inclinado a la cólera y al mal genio y llegar a ser el santo de la amabilidad. La mansedumbre. La mansedumbre es una virtud moral, parte potencial de la templanza por medio de la cual se modera la ira (el apetito irascible). Moderar quiere decir, no que la hace desaparecer, sino que se mantenga en sus justos límites. Por tanto, no es debilidad; la mansedumbre como todas las virtudes es una fuerza que supone la pasión de la ira, e incluso, que es una fuerza superior a la pasión de la ira y puesto que la domina y la usa en el momento y modo adecuados. Y que es importante, y no sólo importante sino sumamente necesaria, es evidente por las enseñanzas de Nuestro Señor que de todas sus virtudes nos recomendó dos: la mansedumbre y la humildad. También san Pablo pone como característica de Cristo la mansedumbre: os exhorto por la mansedumbre y la bondad de Cristo (2 Cor 10,1). Todo el Evangelio es un gran muestrario de cómo practicó la mansedumbre Nuestro Señor frente a las acusaciones de los judíos, las injurias que recibió durante la pasión, pensemos la mansedumbre de Jesús cuando uno de los guardias le dio una bofetada y Jesús sólo dice ¿por qué me pegas?. O con los apóstoles, con Judas: Amigo, ¿a qué has venido? Un día un hombre se acercó a San Francisco de Sales y comenzó a injuriarlo; entonces algunos lo incitaron a que le respondiera. Pero san Francisco no lo hizo y les explicó que no quería perder el fruto de tantos años de violencia que se había hecho a sí mismo. Y por eso también decía: “si quiero hacer dulce a otro tengo que comenzar yo mismo a ser dulce”.


aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón.

¿Cómo alcanzarla? El mismo S. Francisco un día dijo a unos que le preguntaron cómo hacía: “hemos hecho un pacto mi lengua y yo, y hemos convenido en que mientras el corazón está agitado, no saldrá palabra de la boca”. Y el P. Llorente, en carta a las carmelitas, nos da una hermosa lección: “Veo que nuestra virtud especial para este año 1975 es laMANSEDUMBRE. ¡Ay qué virtud tan difícil! Tan difícil que sobrepasa nuestras fuerzas y no se puede poseer sin una gracia especialísima de Dios que se definió a Sí mismo «MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN». Y dijo que aprendiésemos de Él. Se puede afirmar que la virtud más difícil es la dulzura de corazón, la sonrisa entre lágrimas, el perdón inmediato y total, el hacer la vista gorda a los desplantes y faltas de caridad con una, el hacerse la desentendida en las pretericiones, el buscar en todo el último lugar con la mayor naturalidad. La dulzura de corazón nace de la meditación íntima de la Persona del Salvador. Todos leemos y oímos cosas de Jesucristo y meditamos en Él y le rezamos y le visitamos en el Sagrario y le recibimos en la Eucaristía; pero muy pocos le calan por dentro, o por lo menos hay muchos grados de ese calarle por dentro. Yo creo que al Señor no se lo conoce lo bastante mientras no se crucen las dos miradas: la de Él y la nuestra. Una vez oí una copla que decía: «Tus ojos me han de llevar –camino del cementerio.- Que si los abres me matas –y si los cierras me muero». Los ojos del Señor ¡esos sí que matan! Si se les viese tristes, el alma muere de pena. Si se los ve sonrientes y dulces, el alma se extasía. En el cruce de estas dos miradas se zurce la trama de las santidades más estupendas; porque de los ojos de Cristo vienen al alma un torrente de gracias. El secreto está en captar esa mirada y no perderla mientras sea posible. A Dios le basta una mirada para cambiar un alma. ¿Pues qué será mirarle y ser mirados por Él a diario? Después de una de esas miradas, el alma ya no es ni puede ser la misma; entonces la mansedumbre brota como el agua de un manantial. Pero para mirar así a Cristo, hay que apartar los ojos de muchas otras cosas”[1]. Que la Virgen Santísima, mansa y humilde de corazón, de cuyo precioso ejemplo aprendió Jesús experimentalmente a serlo… nos conceda esta grandísima virtud. Ave María Purísima… [1] Llorente S., carta a las Carmelitas de la Encarnación de Ávila, 17/02/1975… p. 130.

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