Autor: P. Alfredo Sáenz S.J. De su libro “El icono, esplendor de lo sagrado”.
IMAGEN DE CULTO E IMAGEN DE DEVOCIÓN
En el ámbito oriental el icono no es simplemente una imagen de tema religioso. Es una imagen sacra, cuyo lugar propio es el culto. A semejanza de la palabra, forma parte integrante de la liturgia. Por eso luego que el artista termina de pintar su icono, un sacerdote debe consagrarlo. Este rito realiza una verdadera “desprofanización”: la Iglesia lo retira del plano puramente artístico y lo ubica en el mundo de los “sacramentales”, lo carga con una misión cultual. A nosotros, los occidentales, no nos sorprende encontrar en un anticuario un cuadro de tema religioso, pero nos chocaría ver allí un cáliz en pública subasta. Para un oriental el escándalo es el mismo: ya se trate de un vaso sacro o de un cuadro sacro, la profanación es semejante.
Quede pues en claro que a diferencia del cuadro de tema religioso, el icono es arte sagrado. Ya se lo utilice en el orden doméstico para la oración familiar, o en la iglesia para la liturgia, es siempre objeto de un verdadero culto, lo que lo diferencia sustancialmente de la simple imagen de piedad, que con frecuencia se usa tan sólo con fines de ornamentación. De ahí que los cristianos del Oriente consideran una profanación toda actitud que signifique falta de consideración por los iconos, por ejemplo fumar delante de ellos. Exponerlos en un museo equivale simple y llanamente a una desacralización. Si no es venerado, el icono deja de ser tal[1].
Me han contado que como algunos iconos muy apreciados, por ejemplo el de la Trinidad de Rublev, se encuentran ahora expuestos en museos, los rusos tratan de visitarlos y de rezar silenciosamente delante de ellos, precisamente para que no se reduzcan al estado profano. Ya hemos dicho cómo el hecho de que el icono lleva el nombre de la persona que representa, significa que de algún modo participa en la riqueza inagotable de su ser personal. La plegaria y la invocación, sobre todo cuando son cultuales, atraviesan el puente que une el icono con lo que en él se figura. Al decir de San Germán de Constantinopla, la oración ante el icono es una especie de “sacrificium laudis, que por Cristo se eleva al Padre, esto es, el fruto de los labios que confiesan su nombre”[2].
A nuestro juicio, nadie ha penetrado como Guardini en la diferencia que existe entre lo que él llama “imagen de culto” e “imagen de devoción”. Expongamos aquí lo principal de su análisis.
Imagen de culto, el Cristo Pantocrátor de Monreale
Por imágenes de culto entiende Guardini al Cristo de Monreale, la Madonna de la iglesia de Torcello, los Santos de San Apolinar y todo lo a ellos semejante en mosaicos, vitraux, esculturas y pinturas. En cambio, llama imágenes de devoción al Cristo de Miguel Angel, la Madonna de Tiziano, las figuras de Rafael, Rubens, y cuanto tiene algún parentesco con dichas imágenes.
Imagen de devoción: Transfiguración, Rafael
La imagen del culto no procede de la experiencia interior del artista, sino del ser y el gobierno de Dios, que obra sobre el mundo a través de sus palabras y de sus “gestas”, y particularmente por el misterio de la encarnación del Verbo. De esta realidad y este gobierno salvador de Dios procede la imagen de culto, cual instrumento de la economía de salvación. La imagen de devoción, en cambio, brota de la v ida interior del individuo, sea del artista o del que la encarga, sea delpueblo o de la época, con sus corrientes y tendencias propias. También este tipo de imágenes se refiere a Dios y a su gobierno, pero como procediendo de la piedad humana. Es decir, mientras que la imagen de culto parece venir de la transcendencia, la imagen de devoción surge de la inmanencia, de la interioridad.
Estamos acostumbrados a equiparar lo religioso con la interioridad; mientras así lo hagamos, nada podremos entender de la imagen de culto, porque ésta no tiene “interioridad”, o mejor, interioridad humana, psicológica. Si se quiere seguir hablando de interioridad habría que atreverse a decir que en dicha imagen se hace perceptible la interioridad divina. Tampoco puede buscarse en la imagen de culto ningún tipo de “psicología”, en el sentido habitual de la palabra.
En la imagen del culto Dios se hace presente. (…) Por cierto que el cristiano, mirando una imagen de Cristo no dirá: “Esto es Cristo”. Pero si se trata de una auténtica imagen de culto y él es capaz de verla como corresponde, entonces tampoco dirá meramente: “Esto representa a Cristo”. Lo que entiende es una tercera cosa, distinta de las otras dos. Frente a semejante postura, la sensibilidad de la Edad Moderna tiende a tacharla enseguida de “cosificación” de lo religioso, de magia, de primitivismo. En realidad ello significa no que el hombre moderno sea un hombre superior, sino simplemente que ha perdido un órgano, el único órgano que le permitiría captar esa cosa especial. Se le puede llamar el órgano para el misterio, o para lo litúrgico, o dicho más en general, para el símbolo. De lo que se trata es de una forma propia de presencialización, que no se puede e reducir a otras: la presencia mediante la imagen sagrada.
Podría decirse que en la imagen de culto priva lo divino, y en la imagen de devoción predomina lo humano. Esta última no intenta expresar tanto la realidad sagrada cuanto más bien la realidad experimentada. Lo que en ella habla es el hombre. Ciertamente el hombre creyente y piadoso, pero siempre el hombre. Ante la imagen de culto uno no se pregunta: ¿quién la hizo, cómo la realizó? Con frecuencia esas imágenes son anónimas. La obra humana queda en un segundo plano. Lo que resalta es la presencia sagrada. En cambio, la imagen de devoción revela primordialmente la personalidad de un hombre determinado, el artista. El que hace una imagen de culto no es un “creador”, si tomamos esta palabra tal como solemos emplearla, sino un servidor, alguien que obra con una finalidad bien determinada: hacer posible la presencia de lo sacro. En la imagen de devoción, el hombre tiene una iniciativa completamente distinta. No busca configurar un marco donde pueda ingresar la presencia, sino representar lo que imagine su fantasía.
La imagen de culto está en relación con el dogma, con el sacramento, con la realidad objetiva de la iglesia. Por eso el que la lleva a cabo ha de someterse a una misión e incluso un control por parte de la Iglesia. En la imagen de culto se prolonga el dogma, la verdad de la fe, el orden sacramental, que no proceden de la experiencia interior, sino de Dios y de la sagrada doctrina. Está hermanada con la teología y, desde este punto de vista, una imagen puede constituir una herejía objetiva. De modo totalmente diverso ocurre con la imagen de devoción, en estrecha relación con la vida individual del cristiano.
La imagen de culto es sagrada, en el sentido estricto de la palabra, imagen de majestad. Si bien atrae por su belleza, es fascinans, en ella se hace también perceptible lo tremendum, lo inaccesible de Dios, consolidando en el hombre el sentido de su creaturidad. La imagen de culto destaca las fronteras que separan al hombre de lo divino. La imagen de devoción, por el contrario, tiende puentes, manifestando más bien la semejanza entre lo humano y lo divino.
El lugar pertinente de la imagen de culto es el ámbito de lo sagrado. Se accede a ella desde lejos, en forma de peregrinación, y luego uno se vuelve a apartar de ella, regresando al lugar de origen, a la casa, a la patria, conmovido y santificado. Es cierto que en ocasiones puede ser llevada por las calles y el campo, pero no se queda allí, sino que regresa a lo sagrado. Tampoco tiene su lugar natural en una casa. Y cuando, a pesar de ello, como acontece en el Oriente, está en una casa y se la percibe tal como es, inmediatamente forma un enclave sacral; un lugar reservado en la pared, un rincón, un cuarto, en prolongación de lo sagrado nítidamente distinguido del restante espacio utilitario. La imagen de devoción, por su parte, aunque se halle en una iglesia, lo está en cuanto que la iglesia es considerada, antes que el lugar de los misterios divinos, como un ambiente religioso, un sitio de edificación; está allí cual un adorno, sin distinguirse del modo como se encuentra normalmente en una casa, en la pared de un cuarto. El llegar hasta ella y el retirarse, no tiene un carácter cualitativo, sino sólo espacio-temporal.
La auténtica imagen de culto proviene de la inspiración del Espíritu Santo. Es cierto que toda obra de arte exige no sólo dotes en su autor sino también inspiración, y en este sentido, si es auténtica, tiene cierta dependencia del Espíritu Santo. La imagen de culto, sin embargo, está en un sentido especial bajo la dirección del Espíritu: sirve a su obra en la Iglesia, de modo annálogo a como le sirve la inteligencia cuando hace teología (cf. Ex 33, 31-34), o el vidente cuando profetiza. Quizás sea lícito incluir el don del arte sagrado entre los “carismas” del Espíritu, de que habla San Pablo[3].
Termina Guardini sus reflexiones afirmando que la imagen de cuto tuvo su período de esplendor en los tiempos pasados, entre los que señala el primitivo cristianismo, el románico y el primer gótico. Obviamente hemos de agregar, en el ámbito oriental, el arte bizantino y su derivación rusa. Luego predominaron las imágenes de devoción. Y cierra su artículo preguntándose: ¿Será todavía hoy posible la imagen de culto?[4].
Nos parece que un excelente complemento al análisis de Guardini nos lo ofrece Evdokimov cuando, refiriéndose a este tema, dice que toda obra puramente estética se abre en un tríptico cuyas partes son el artista, la obra y el espectador. El artista ejecuta su obra y suscita una “emoción” admirativa en el alma del espectador. El conjunto está encerrado en este triángulo del inmanentismo estético. Y aun cuando la obra de arte verse sobre un tema religioso, y consiguientemente la emoción se haga sentimiento religioso, éste no proviene sino dela capacidad subjetiva del espectador para experimentarlo, y no es pato para enmarcarse en el contexto del misterio litúrgico. El arte sacro del icono, por el contrario, trasciende el plano emotivo y por eso, no haciendo concesiones a la sensibilidad, se muestra con una cierta sequedad y despojos hieráticos. En razón de su función litúrgica el icono rompe el triángulo estético y su inmanentismo consiguiente, abriéndose a un cuarto principio que está más allá del triángulo, a saber, la trascendencia. Ante la parusía teofánica el hombre se prosterna en adoración[5].
[1] Cf. T. Spidlik, El icono, manifestación del mundo espiritual, en Gladius 5 (1986). 97. Spidlik cita en su favor un texto de Florenskij: “Fuera de su relación con la luz, fuera de su función, la ventana es como inexistente, muerta, no es una ventana: arrancada de su relación con la luz no es sino madera y vidrio… Lo mismo ocurre con los iconos, representaciones verbales de apariciones misteriosas y sobrenaturales”: Le Porte Regali…, 59 s.
[2] Epist. II: PG 98, 177.
[3] Cf. 1 Cor, 12. Si también el arte de devoción depende en alguna forma del Espíritu, el toque divino sólo se traduce en la creatividad individual, sin explícita ordenación al ámbito de los misterios sagrados.
[4] Cf. Imagen de culto e imagen de devoción (Kultbild und andachtsbild), en Obras I, Cristiandad, Madreid, 1981, 335-349.
[5] Cf. L’art de l’icône…, 155.
Quede pues en claro que a diferencia del cuadro de tema religioso, el icono es arte sagrado. Ya se lo utilice en el orden doméstico para la oración familiar, o en la iglesia para la liturgia, es siempre objeto de un verdadero culto, lo que lo diferencia sustancialmente de la simple imagen de piedad, que con frecuencia se usa tan sólo con fines de ornamentación. De ahí que los cristianos del Oriente consideran una profanación toda actitud que signifique falta de consideración por los iconos, por ejemplo fumar delante de ellos. Exponerlos en un museo equivale simple y llanamente a una desacralización. Si no es venerado, el icono deja de ser tal[1].
Me han contado que como algunos iconos muy apreciados, por ejemplo el de la Trinidad de Rublev, se encuentran ahora expuestos en museos, los rusos tratan de visitarlos y de rezar silenciosamente delante de ellos, precisamente para que no se reduzcan al estado profano. Ya hemos dicho cómo el hecho de que el icono lleva el nombre de la persona que representa, significa que de algún modo participa en la riqueza inagotable de su ser personal. La plegaria y la invocación, sobre todo cuando son cultuales, atraviesan el puente que une el icono con lo que en él se figura. Al decir de San Germán de Constantinopla, la oración ante el icono es una especie de “sacrificium laudis, que por Cristo se eleva al Padre, esto es, el fruto de los labios que confiesan su nombre”[2].
A nuestro juicio, nadie ha penetrado como Guardini en la diferencia que existe entre lo que él llama “imagen de culto” e “imagen de devoción”. Expongamos aquí lo principal de su análisis.
Imagen de culto, el Cristo Pantocrátor de Monreale
Por imágenes de culto entiende Guardini al Cristo de Monreale, la Madonna de la iglesia de Torcello, los Santos de San Apolinar y todo lo a ellos semejante en mosaicos, vitraux, esculturas y pinturas. En cambio, llama imágenes de devoción al Cristo de Miguel Angel, la Madonna de Tiziano, las figuras de Rafael, Rubens, y cuanto tiene algún parentesco con dichas imágenes.
Imagen de devoción: Transfiguración, Rafael
La imagen del culto no procede de la experiencia interior del artista, sino del ser y el gobierno de Dios, que obra sobre el mundo a través de sus palabras y de sus “gestas”, y particularmente por el misterio de la encarnación del Verbo. De esta realidad y este gobierno salvador de Dios procede la imagen de culto, cual instrumento de la economía de salvación. La imagen de devoción, en cambio, brota de la v ida interior del individuo, sea del artista o del que la encarga, sea delpueblo o de la época, con sus corrientes y tendencias propias. También este tipo de imágenes se refiere a Dios y a su gobierno, pero como procediendo de la piedad humana. Es decir, mientras que la imagen de culto parece venir de la transcendencia, la imagen de devoción surge de la inmanencia, de la interioridad.
Estamos acostumbrados a equiparar lo religioso con la interioridad; mientras así lo hagamos, nada podremos entender de la imagen de culto, porque ésta no tiene “interioridad”, o mejor, interioridad humana, psicológica. Si se quiere seguir hablando de interioridad habría que atreverse a decir que en dicha imagen se hace perceptible la interioridad divina. Tampoco puede buscarse en la imagen de culto ningún tipo de “psicología”, en el sentido habitual de la palabra.
En la imagen del culto Dios se hace presente. (…) Por cierto que el cristiano, mirando una imagen de Cristo no dirá: “Esto es Cristo”. Pero si se trata de una auténtica imagen de culto y él es capaz de verla como corresponde, entonces tampoco dirá meramente: “Esto representa a Cristo”. Lo que entiende es una tercera cosa, distinta de las otras dos. Frente a semejante postura, la sensibilidad de la Edad Moderna tiende a tacharla enseguida de “cosificación” de lo religioso, de magia, de primitivismo. En realidad ello significa no que el hombre moderno sea un hombre superior, sino simplemente que ha perdido un órgano, el único órgano que le permitiría captar esa cosa especial. Se le puede llamar el órgano para el misterio, o para lo litúrgico, o dicho más en general, para el símbolo. De lo que se trata es de una forma propia de presencialización, que no se puede e reducir a otras: la presencia mediante la imagen sagrada.
Podría decirse que en la imagen de culto priva lo divino, y en la imagen de devoción predomina lo humano. Esta última no intenta expresar tanto la realidad sagrada cuanto más bien la realidad experimentada. Lo que en ella habla es el hombre. Ciertamente el hombre creyente y piadoso, pero siempre el hombre. Ante la imagen de culto uno no se pregunta: ¿quién la hizo, cómo la realizó? Con frecuencia esas imágenes son anónimas. La obra humana queda en un segundo plano. Lo que resalta es la presencia sagrada. En cambio, la imagen de devoción revela primordialmente la personalidad de un hombre determinado, el artista. El que hace una imagen de culto no es un “creador”, si tomamos esta palabra tal como solemos emplearla, sino un servidor, alguien que obra con una finalidad bien determinada: hacer posible la presencia de lo sacro. En la imagen de devoción, el hombre tiene una iniciativa completamente distinta. No busca configurar un marco donde pueda ingresar la presencia, sino representar lo que imagine su fantasía.
La imagen de culto está en relación con el dogma, con el sacramento, con la realidad objetiva de la iglesia. Por eso el que la lleva a cabo ha de someterse a una misión e incluso un control por parte de la Iglesia. En la imagen de culto se prolonga el dogma, la verdad de la fe, el orden sacramental, que no proceden de la experiencia interior, sino de Dios y de la sagrada doctrina. Está hermanada con la teología y, desde este punto de vista, una imagen puede constituir una herejía objetiva. De modo totalmente diverso ocurre con la imagen de devoción, en estrecha relación con la vida individual del cristiano.
La imagen de culto es sagrada, en el sentido estricto de la palabra, imagen de majestad. Si bien atrae por su belleza, es fascinans, en ella se hace también perceptible lo tremendum, lo inaccesible de Dios, consolidando en el hombre el sentido de su creaturidad. La imagen de culto destaca las fronteras que separan al hombre de lo divino. La imagen de devoción, por el contrario, tiende puentes, manifestando más bien la semejanza entre lo humano y lo divino.
El lugar pertinente de la imagen de culto es el ámbito de lo sagrado. Se accede a ella desde lejos, en forma de peregrinación, y luego uno se vuelve a apartar de ella, regresando al lugar de origen, a la casa, a la patria, conmovido y santificado. Es cierto que en ocasiones puede ser llevada por las calles y el campo, pero no se queda allí, sino que regresa a lo sagrado. Tampoco tiene su lugar natural en una casa. Y cuando, a pesar de ello, como acontece en el Oriente, está en una casa y se la percibe tal como es, inmediatamente forma un enclave sacral; un lugar reservado en la pared, un rincón, un cuarto, en prolongación de lo sagrado nítidamente distinguido del restante espacio utilitario. La imagen de devoción, por su parte, aunque se halle en una iglesia, lo está en cuanto que la iglesia es considerada, antes que el lugar de los misterios divinos, como un ambiente religioso, un sitio de edificación; está allí cual un adorno, sin distinguirse del modo como se encuentra normalmente en una casa, en la pared de un cuarto. El llegar hasta ella y el retirarse, no tiene un carácter cualitativo, sino sólo espacio-temporal.
La auténtica imagen de culto proviene de la inspiración del Espíritu Santo. Es cierto que toda obra de arte exige no sólo dotes en su autor sino también inspiración, y en este sentido, si es auténtica, tiene cierta dependencia del Espíritu Santo. La imagen de culto, sin embargo, está en un sentido especial bajo la dirección del Espíritu: sirve a su obra en la Iglesia, de modo annálogo a como le sirve la inteligencia cuando hace teología (cf. Ex 33, 31-34), o el vidente cuando profetiza. Quizás sea lícito incluir el don del arte sagrado entre los “carismas” del Espíritu, de que habla San Pablo[3].
Termina Guardini sus reflexiones afirmando que la imagen de cuto tuvo su período de esplendor en los tiempos pasados, entre los que señala el primitivo cristianismo, el románico y el primer gótico. Obviamente hemos de agregar, en el ámbito oriental, el arte bizantino y su derivación rusa. Luego predominaron las imágenes de devoción. Y cierra su artículo preguntándose: ¿Será todavía hoy posible la imagen de culto?[4].
Nos parece que un excelente complemento al análisis de Guardini nos lo ofrece Evdokimov cuando, refiriéndose a este tema, dice que toda obra puramente estética se abre en un tríptico cuyas partes son el artista, la obra y el espectador. El artista ejecuta su obra y suscita una “emoción” admirativa en el alma del espectador. El conjunto está encerrado en este triángulo del inmanentismo estético. Y aun cuando la obra de arte verse sobre un tema religioso, y consiguientemente la emoción se haga sentimiento religioso, éste no proviene sino dela capacidad subjetiva del espectador para experimentarlo, y no es pato para enmarcarse en el contexto del misterio litúrgico. El arte sacro del icono, por el contrario, trasciende el plano emotivo y por eso, no haciendo concesiones a la sensibilidad, se muestra con una cierta sequedad y despojos hieráticos. En razón de su función litúrgica el icono rompe el triángulo estético y su inmanentismo consiguiente, abriéndose a un cuarto principio que está más allá del triángulo, a saber, la trascendencia. Ante la parusía teofánica el hombre se prosterna en adoración[5].
[1] Cf. T. Spidlik, El icono, manifestación del mundo espiritual, en Gladius 5 (1986). 97. Spidlik cita en su favor un texto de Florenskij: “Fuera de su relación con la luz, fuera de su función, la ventana es como inexistente, muerta, no es una ventana: arrancada de su relación con la luz no es sino madera y vidrio… Lo mismo ocurre con los iconos, representaciones verbales de apariciones misteriosas y sobrenaturales”: Le Porte Regali…, 59 s.
[2] Epist. II: PG 98, 177.
[3] Cf. 1 Cor, 12. Si también el arte de devoción depende en alguna forma del Espíritu, el toque divino sólo se traduce en la creatividad individual, sin explícita ordenación al ámbito de los misterios sagrados.
[4] Cf. Imagen de culto e imagen de devoción (Kultbild und andachtsbild), en Obras I, Cristiandad, Madreid, 1981, 335-349.
[5] Cf. L’art de l’icône…, 155.
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