Hoy 8 de febrero del 2015 se conmemora la muerte de Marcelo Javier Morsella, aquel joven seminarista de los comienzos de nuestro Instituto, que murió hace 29 años. Aquí compartimos un relato de aquel día:
En horas de siesta, el sol, levemente inclinado hacia el
oeste, pegaba fuertemente sobre las azules aguas del embalse Nihuil, situado a
setenta y cinco kilómetros de la ciudad de San Rafael.
Para la mayoría de los seminaristas de la diócesis, que
estaban realizando su convivencia en la escuela del pueblo, transcurría el
cuarto día de estas sus vacaciones, y en particular para Eugenio Mazzeo y
Marcelo Morsella, seminaristas que comenzaban su tercer año de Filosofía, era
ya el tercer día en que pensaban probar el “catamarán”, después de dos intentos
no muy exitosos en los anteriores.
Esa tarde subieron al catamarán Eugenio Mazzeo y el padre
Carlos Buela. Debido a que la lona de la embarcación no estaba muy sana y no
soportaba demasiado peso sin romperse, habían acordado previamente que sólo de
a dos personas subirían a la misma. El padre Buela deseaba viajar en el
catamarán, viaje con el que soñaba hace tiempo, e igualmente el “Turco” Mazzeo,
ya que esta embarcación era suya, y había superado bastantes inconvenientes
para traerla desde Buenos Aires.
Por fin el catamarán salía, y suavemente, con viento en
popa, se deslizaba por el lago bordeando la costa en dirección sur. Marcelo los
seguía caminando por la playa.
Siendo las cuatro y media de la tarde de un hermoso día, era
natural que muchos de los seminaristas estuvieran en la playa que suelen
frecuentar, más o menos un kilómetro al sur de la escuela. De pronto vieron
aparecer a unos cien metros hacia la derecha el catamarán, del cual, al
aproximarse a la playa, bajó un sacerdote, y un seminarista que estaba de pie
sobre la orilla, subió y ocupo su lugar.
El padre Buela había descendido del catamarán, y Marcelo Morsella había
subido en su lugar, acompañando al Turco en un nuevo viaje. El Turco no
estaba demasiado contento, porque la embarcación no respondía del modo que
deseaba. El padre Buela le dio ánimo:
-¡Adelante Turco!, ¡y con alegría!- dicho lo cual estrechó
su mano.
-Saludá al padre, Marcelo- añadió el Turco.
Inmediatamente Marcelo saludó al Padre Buela.
Y fue así como el padre los vio alejarse desde la orilla. El
catamarán ahora se enfrentaba al sol y tenía viento en estribor, porque su
dirección era hacia el oeste, a través del lago, hacia el Club de Pescadores
que estaba en la costa de enfrente.
Un gran capitán, guiando una pequeña embarcación, surcaba
desafiante las aguas del lago Nihuil. Eugenio reconocerá más adelante que se
encontraba bastante nervioso a causa de las dificultades, y que fue Marcelo el
que realmente mantenía la calma.
Llegados a la orilla contraria, amarraron en el embarcadero
de la residencia vecina al Club de Pescadores, donde el Sr. René Franchetti,
conocido colaborador del Seminario, los recibió en su casa, mientras Eugenio le
ayudaba a probar una embarcación suya.
Habiéndose hecho las seis de la tarde, ambos pensaron que
era hora de regresar, mas cuando habían decidido abordar el velero, una persona
del lugar les advirtió:
-¡No salgan ahora, es peligroso!
Efectivamente, el lago tenía mucho oleaje ahora, y una
tormenta avanzando desde el sudoeste amenazaba con borrar el celeste cielo.
Más tarde, el viento había amainado un poco y la tormenta se
había detenido momentáneamente. El mismo hombre que casi una hora y media antes
les había recomendado no salir, les dijo ahora que si se apuraban, podían
cruzar.
Así fue como nuevamente izaron velas, y zarparon. Marcelo en
proa, Eugenio en popa. El viento de popa los empujaba con cierta velocidad, y
aunque se dirigían manifiestamente hacia la orilla desde donde habían partido,
el lugar concreto de llegada era algo medio fortuito, debido a que el timón se
había roto.
Mientras adelantaban en la marcha, Marcelo entonó el himno
del Liceo Naval, a lo cual se plegó Eugenio. Ese himno tiene una estrofa que
dice así:
“Adelante, marchemos,
nuestro rumbo es de gloria y es de luz,
que en los cielos del mar de nuestra Patria,
el rumbo está marcado con la cruz”.
-¡Hacia allá, Turco! -gritó Marcelo. Allí hay un lugar donde
podremos atracar mejor, a resguardo del viento- decía mientras señalaba un
lugar en la playa, al lado de un pequeño espigón de cemento. Entonces,
extendiendo su mano en magnánimo gesto, estrechó fuertemente la del Turco,
diciendo:
-¡Te felicito, llegamos!
Llegamos... Había algo de despedida en ese saludo.
El catamarán ya con su vela baja, avanzó hacia el espigón en
forma paralela a la costa. Ambos lo empujaban. Estaban sólo a dos metros de la
orilla.
Llegados al lugar, empujaron la embarcación hacia la arena.
El Turco estaba de proa, de pie sobre el agua, cuando sintió una fuerte
contracción en todo el cuerpo, que lo derribó. Y casi instantáneamente, sintió
a Marcelo que gritaba:
-¡Ayudame, Turco!, dicho lo cual dio unos pasos torpemente,
como andando a tientas, yendo a caer en brazos del Turco, quien habiéndose
incorporado, había corrido a auxiliarlo.
El Turco arrastró a Marcelo inconsciente, y lo depositó
sobre la playa. Antes que pudiera hacer mucho, sintió Eugenio unos chispazos en
el palo mayor de la embarcación. Miró hacia arriba, y vio casi junto al palo a
un cable de alta tensión, de color marrón y descubierto. Entonces comprendió.
Marcelo había fallecido ya antes de ser llevado a la
enfermería del pueblo, en donde todos los esfuerzos que se hicieron para revivirlo
fueron vanos. En padre Buela le dio la absolución, le administró la unción de
los enfermos y la bendición papal. Sobre su cuello llevaba Marcelo la medalla
escapulario de la Virgen del Carmen, que del reverso tiene la imagen del
Sagrado Corazón de Jesús. El día anterior se había confesado, había rezado el
Vía Crucis, y esa misma mañana participó de la Santa Misa con Laudes, y
comulgó, renovó su Consagración a la Virgen, y rezó el Rosario caminando con
dos amigos hacia la capilla y por el bosque cerca del mediodía, luego de haber
jugado un set de tenis.
Muchos seminaristas y gente del pueblo estaban agolpados
frente al lugar. La capilla también estaba poblada de gente que rezaba con
fuerza.
A poco de esperar, se divulgó la noticia de su muerte, y hubo
sorpresa, hubo silencio, hubo llanto, pero también hubo calma, porque calma y
una profunda paz había en el rostro de Marcelo, mientras era llevado al templo.
Esa misma noche se rezó la primera Misa de cuerpo presente,
la primera de las cinco que se celebrarían. Presidió el Padre Buela, y
profundamente conmovido habló de Marcelo. Recién entonces empezaba a correrse
el velo, recién entonces empezábamos a ver lo grande que era Marcelo, mucho más
de lo que pensábamos mientras vivía. Lo gigantesco de su vida austera, de su
vida de verdadera pobreza, de la delicadeza de su alma, de su alegría, de su
amor a la Virgen y a la Eucaristía, de su permanente disposición para todo lo
que significase sacrificio, generosidad y entrega, y sobre todo del ardiente
anhelo de su corazón, manifestado claramente en una oración que se le
encontrara en su libreta de anotaciones:
“Señor, quiero ser una hostia.
Blanca, sin mancha, por tu Gracia y para Ti.
Frágil, sólo fuerte en Ti”.
Esa noche, Marcelo había conseguido su deseo.
Durante toda la noche los seminaristas y el pueblo entero
del Nihuil estuvieron velando el cuerpo de Marcelo. Se producían hechos
increíbles, como el que la gente trajera a sus hijos a besar y tomar gracia del
cuerpo del difunto, al que llamaban santo.
Las campanas del Nihuil serenamente tocaban a duelo. Los
hombres del pueblo pidieron llevar a pulso, turnándose, el féretro con el cuerpo
de Marcelo, hasta el puente de entrada que cruza el cañadón. Junto a éste su
madre y sus parientes y atrás una inmensa muchedumbre.
Todo Nihuil marchaba en procesión. Marcelo después de muerto
estaba realizando una gran misión popular.
Finalmente llegó a la “Finca”, la casa religiosa del
Instituto del Verbo Encarnado, donde Marcelo vivía. Allí se le veló una noche
más, permitiendo de ese modo que llegaran los hermanos de Marcelo, y que
pudieran verlo por última vez.
En la mañana del lunes, el Obispo de San Rafael, Monseñor
León Kruk, presidió la última Misa de cuerpo presente.
Por benévola voluntad de la madre y porque interpretó que
así lo hubiera deseado Marcelo, dio su permiso para que fuera enterrado en la
finca de la Congregación. No obstante, hubo que llevarlo provisoriamente al
cementerio de San Rafael.
“Cuando esté enterrado en la finca, su tumba será lugar de
peregrinación”, se le escuchó decir a una persona.
Escribió majestuosamente un compañero suyo: “Al fin uno de
nosotros ya está con el Verbo Encarnado”.
Con las manos llevando el féretro y con la mirada puesta en
el Cielo, le dijimos adiós.
Ese día el Padre Buela dijo: “hoy fundamos en el Cielo“. Su muerte fue muy fecunda para nuestro Instituto.
A partir de la misma comenzamos a crecer de manera vertiginosa.
Buenos Aires, 11 de febrero de 1986.
Padre Carlos Miguel Buela.
Soy Capitán Triunfante de mi
Estrella
Mutaba
el cielo en sus mojados grises,
El
sol ya se apagaba aquella tarde;
Ese
apretón de manos que “Adiós” dice
Le
dijo a la tormenta que se largue.
Sólo
una estrella del estío observa,
Gemela
de tu alma, Capitán;
Se
ensancha el lago con orilla eterna
Bajo
la proa del Catamarán.
La
vela se batía en la tormenta
Atada
firme al mástil de su bote;
A
tu espíritu indómito no ahuyenta
La
lluvia que le pega como azotes.
Y
cantabas un himno de victoria
Como
si ya entendieras que tu anclaje
Sería
en el Cielo, en la gloria,
Al
conquistar la estrella de tu viaje.
“Volveré
a Ti, Señor”-
tu pensamiento,
Pues
ya no hallaba límites tu anhelo,
Y
al llegar a la orilla, en un momento,
Zarpaste
con tu alma para el Cielo.
En
la distancia lloran las campanas
De
aquel que hizo inmortal su huella,
Y
repitiendo están con voz baquiana
“Soy
Capitán Triunfante de mi Estrella”.
Mercedes
Giaquinta
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