Por P. Agustín Spezza, IVEmayo 11, 2015Reflexiones sobre Arte Sacro
Autor: P. Alfredo Sáenz. De su libro: El icono, esplendor de lo sagrado
Arte sulpiciano. Desgraciadamente uno de los misterios que ha recibido mayores ultrajes de parte [del arte sulpiciano] es el misterio del amor del Verbo encarnado, en la imagen del Corazón de Cristo.Como muestra decadente de esta inclinación sentimental se destaca el llamado arte sulpiciano, cuyas estatuas y cuadros llenan nuestras iglesias. Es un ‘ersatz’ de arte, con productos hechos en serie, sometidos a los cánones del comercio y del negocio. Su existencia deplorable es uno de los frutos de la Revolución Francesa, que al suprimir por ley las corporaciones, arrebató a los artistas y a los artesanos la responsabilidad de su oficio para entregarlo a los hombres de dinero.
El arte religioso moderno ha roto con los “cánones iconográficos”, pretendiendo conquistar su independencia. Ello sólo podía realizarse si subjetivaba su visión, liberándola de su integración en el misterio litúrgico. Como ha dicho Evdokimov, si bien sigue representando plásticamente “temas religiosos”, ha perdido la antigua lengua sagrada de los símbolos y de las presencias[1].
El cuidado primario de lo anecdótico encubre la debilidad de una fe que se detiene en la periferia del misterio sin penetrar en su contenido salvífico. Un artista verdaderamente sagrado no puede representar el Calvario como lo habría hecho una máquina fotográfica, sino que ha de tratar de sugerir algo de los que contemplaba y meditaba entonces la Virgen fiel al pie de la cruz. René Guénon llegó a escribir: “El cristianismo, al menos bajo su aspecto exterior y generalmente conocido, parece haber perdido de vista el carácter simbólico de la cruz y no la mira ya de otra manera que como el signo del hecho histórico”.
La visión académica y “realista” del arte, al depender de una manera tan mezquina de las formas externas de las cosas, impide la apertura a lo sagrado. “La incompatibilidad del academismo y de lo sagrado –leemos en Sedlmayr- es de dos suertes, según los dos aspectos de este academismo: porque copia servilmente a la naturaleza, y porque pretende ‘corregirla’, ‘embellecerla’. Es así un continuo compromiso entre un rechazo de trascendencia y una falsa trascendencia, esta última dos veces idolátrica”. Y concluye admirablemente: “Hoy se sabe que el secreto no está en la copia exacta, ni sobre todo en un embellecimiento ilusorio, sino en la transfiguración”[2].
La sumersión del arte cristiano en el chato “realismo” es lo que lo ha llevado a una de las más graves crisis de su historia. A tal punto, confirma Sedlmayr, que quizás sea ésta la primera época del arte cristiano que no ha logrado una imagen válida del Verbo encarnado. Fue sobre todo en el siglo XIX cuando dicho arte acabó por perder todo resto de fuego sagrado. Sedlmayr cree detectar en esta decadencia el influjo del materialismo ateo, según el cual una “imagen”, antes que nada y en cualquier circunstancia, debe ser la copia exacta de una realidad material e “histórica”. “Cuando, sin advertirlo, se pone esto como presupuesto, ya se hace absolutamente imposible lograr, por medio de una ulterior estilización hierática –sea que se la tome de Bizancio o de Egipto-, un tipo de imagen que, por así decir, haga patente sacramentalmente lo sobrenatural como símbolo abierto”[3].
Hay quienes han creído que algunas tendencias hoy advertibles en el arte religioso, que tratan de expresarse mediante abstracciones, anuncian un saludable retorno al simbolismo, casi en base al sobrentendido de que hacer arte figurativo es poco menos que una profanación. Pero a ello hay que responder que un arte que toma su origen en la Encarnación del verbo, tiene muy poco que esperar de esas esquematizaciones y abstracciones con las que algunos artistas de nuestro tiempo confunden lo espiritual y lo simbólico.
Según Evdokimov, la decadencia del arte de la Iglesia proviene de la pérdida creciente del sentido sagrado y del sentido del simbolismo. Porque en el fin de la imagen, más que “referir” la historia sagrada ilustrándola con colores, o “abstractizar” la fe mediante recursos antifigurativos, es acudir en ayuda de la palabra impotente, dejar entrever el corazón del misterio. De lo que se trata es de escoger entre el realismo naturalista, la abstracción semiótica y el realismo del misterio[4].
SUBJETIVISMO EMOCIONAL
San Gregorio de Nyssa enseña que existen dos tipos de belleza: la espiritual y la sensible, la segunda de las cuales ha de supeditarse a la primera. En cierto sentido podría decirse que la ruina del hombre provino de haber invertido las preferencias, sacrificando la belleza espiritual en aras de la sensible. Si pretende hacerse autónoma, marginándose de su dependencia de la belleza espiritual, la belleza sensible acaba por ser una apariencia engañosa, o, al decir de ese enamorado de las paradojas que es el Niceno, una “belleza fea”. Tal fue la manzana del paraíso, que si bien deleitaba los ojos y el paladar, trajo consecuencias amargas[5]. Las bellezas sensibles de este mundo “son formas diversificadas de la manzana del paraíso”. Bajo la influencia de la sensualidad, el hombre acaba por perder la capacidad de gozar de la hermosura espiritual y se hunde en los atractivos ilusorios de la materia. La “belleza fea” apela a los sentidos, pero carece de dimensión trascendente, no conduce a la belleza suprema, meta de todas las genuinas formas bellas[6].
Cuando por su belleza sensible una obra de arte sagrado atrae sobre ella toda nuestra atención, defrauda su misión pontifical. Si en algunos casos la belleza sensible puede servir de ayuda a la piedad, ésta habrá de ir perdiendo de vista a dicha belleza para adentrarse en el ámbito de la belleza espiritual. Pero lo que el arte sagrado debe desterrar con la mayor energía es cualquier tipo de representación que contribuya a suscitar el “sentimentalismo”. Desgraciadamente no ocurre así, mucha gente espera de la imagen “que le ayude a rezar”, como a veces se dice, entendiendo por ello un impulso superficial a la emoción religiosa.
Lo que en teología llamamos deísmo se refleja en la antropología de las imágenes llamadas “piadosas”. Les falta el tormento profundo de ser humano, les falta Getsemaní. A diferencia del arte bizantino, que acentúa el carácter supraterrestre de los santos en la gloria, donde el fondo de oro los sustrae a nuestra condición temporal, la falsa piedad de hoy representa a los santos en nuestra misma condición terrestre, como si fuesen ajenos al drama del pecado y a la lucha por la santidad. Son ciudadanos envidiables de una Arcadia cristiana, ni ángeles ni hombres, ni de este mundo ni del otro. Si se creyese a las imágenes de devoción, hacerse santo sería una empresa dulce, agradable, aunque un tanto fastidiosa.
De ahí la necesidad que reitera Ouspensky de no confundir imagen sagrada con imagen sobre tema religioso, dos cosas absolutamente distintas. En consecuencia de tal confusión, el arte sacro ha sido ampliamente desterrado de nuestras iglesias y reemplazado por el arte religioso. Este arte, de índole prevalentemente emotiva, expresa más bien el estado de alma del autor de la obra que el contenido salvífico del misterio representado. No es ya un órgano de la Iglesia docente, sino la expresión de la personalidad del artista que comunica sus sentimientos a los fieles. “El fin del arte religioso es provocar cierta emoción. Ahora bien, el arte litúrgico no se propone emocionar, sino transfigurar todo sentimiento humano”[7].
Como muestra decadente de esta inclinación sentimental se destaca el llamado arte sulpiciano, cuyas estatuas y cuadros llenan nuestras iglesias. Es un ersatz de arte, con productos hechos en serie, sometidos a los cánones del comercio y del negocio. Su existencia deplorable es uno de los frutos de la Revolución Francesa, que al suprimir por ley las corporaciones, arrebató a los artistas y a los artesanos la responsabilidad de su oficio para entregarlo a los hombres de dinero.
De los portales de Chartres a las estatuas de las santerías, de los iconos de Rublev a las estampitas de primera comunión, el abismo resulta infranqueable. Es toda la distancia que va de un cristianismo militante y mistérico a un pseudocristianismo condescendiente y acaramelado. El arte tiene siempre valor de diagnóstico y de testimonio. El arte de San Sulpicio es un signo impresionante de la anemia del catolicismo preconciliar, de su fe languideciente y de su falta de virilidad. Mas al tiempo que signo de un cristianismo en decadencia, ha sido también causa de envenenamiento para la piedad de muchos fieles. Decía Bernanos que Cristo no nos pidió que fuéramos la miel de la tierra, sino la sal de la tierra. La sal pica… y aquello empalaga.
Refiriéndose a esas imágenes indeterminadas y neutras, escribía el terrible Thibon: “Me cuesta creer que el relamido arte de San Sulpicio y una cierta música y literatura llamadas religiosas, constituyan menor ultraje a la purea divina que una blasfemia, un robo o un adulterio”. Sin embargo a muchos dicho arte “les ayuda a rezar” (!). No es de extrañar ya que, como decía Maritain, parafraseando la Escritura, “el número de los cristianos de mal gusto es infinito”[8].
Desgraciadamente uno de los misterios que ha recibido mayores ultrajes de parte de aquel “arte” es el misterio del amor del Verbo encarnado, en la imagen del Corazón de Cristo. Para expresar el amor divino, amor hasta el heroísmo de la muerte de la muerte, los “artistas” inventaron ese lánguido joven de gesto dudoso e impersonal que nos muestra su “tierno” corazón. Dice Sedlmayr que el elemento sentimental, impuesto de una manera absoluta, en el término de su carrera desemboca en la cursilería “pura”, que no por casualidad encontró su punto de cristalización en los cuadros del Sagrado Corazón. El “corazón” en sentido sentimental es sinónimo de “sentimiento”[9].
Curiosa la observación de Fumet, no exenta de ironía: “Los atroces iconos que Cristo se ha visto obligado a soportar en un tiempo en que su Corazón tenía mayor necesidad de irradiar, responderán acaso mejor –al aumentar la escala de la humildad divina- a nuestras exigencias religiosas que las obras maestras del mejor Renacimiento, las cuales, más que llevarnos a la oración, nos suelen distraer. Porque esos modelos insignificantes, pintarrajeados en serie luego de haber sido concebidos por cerebros indigentes; esas figuras de fealdad repulsiva, unidas a toda la literatura boba que las acompaña, constituyen otras tantas hermosas genuflexiones divinas en el seno del abismo y la oscuridad. La luz que se abate en la miseria delos sentidos es Jesús, abrumado por el peso dela Cruz”[10].
Tras todo lo dicho queda claro que la crisis actual del arte sacro no es estética sino religiosa, no es cuestión de gustos sino que toca a las raíces mismas de la fe y de la cosmovisión cristiana.
[1] Cf. L. Ouspensky, La théolgie de l’icone…, p. 146
[2] El arte descentrado…, p 199.
[3] La muerte de la luz…, pp. 98-99.
[4] Cf. El conocimiento de Dios en la tradición oriental…, pp. 144-145.
[5] Cf. De hominis opificio 12: PG 44, 161; 2: 131.
[6] Cf. ibid. 12. 12: PG 44 162; de virg. 11: PG 46, 364. 368.
[7] L’icone, vision du monde spirituel…, pp. 12-13.
[8] Cf. Arte y escolástica, Anexos…, p. 141.
[9] Cf. La revolución del arte moderno…, pp. 94-95. Braque dijo en cierta ocasión: “Des qu’on abaisse l’art sacré pour le mettre au niveau des gens, ce n’est plus un acte de foi, c’est de la propagande”.
[10] El proceso del arte…, pp. 68-69.
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