Autor: P. Jesús Castellano Cervera, OCD
LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR, Paraclesion de San Salvador en Chora, Estambul, s. XV
Texto bíblico: Marcos 16, 1-9; 1 Pedro 3,18-22.
Los textos evangélicos de la Resurrección del Señor y el texto de la 1° Carta de Pedro sobre el descenso de Jesús al infierno para liberar a los que estaban en poder de la muerte, iluminan el sentido pleno de los dos iconos de la Resurrección más comunes en la Iglesia de Oriente: el de la Anástasis o Resurrección bajo el signo del descenso de Cristo a los abismos y el de las mujeres miróforas, portadoras de aromas, ante el sepulcro vacío.
Empecemos por el icono de la resurrección gloriosa que expresa el triunfo de Jesús resucitado que baja a los infiernos para liberar a nuestros padres que estaban en los abismos de la muerte.
A primera vista el icono de la Resurrección nos resulta un poco diverso de la forma con que ordinariamente se pinta en Occidente la Resurrección de Jesús. Lo solemos ver así: Cristo sale victorioso del sepulcro. La piedra ha sido levantada. Junto al sepulcro los guardias duermen. Jesús lleva el estandarte de la cruz. Es su victoria personal, su triunfo de Resucitado.
El mensaje del icono oriental de la Resurrección es diverso y complementario; quiere indicar que el triunfo de Jesús nos envuelve a todos, que El ha bajado hasta el abismo, para llenarlo de luz y para que su Resurrección se manifieste en toda su fuerza salvadora que llega hasta el primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva.
La Iglesia de Oriente conmemora en el Viernes santo y en el Sábado santo con hermosos cantos y símbolos esta presencia de Cristo bajo la tierra, como sol escondido, como vida engullida por la muerte, como grano de trigo que va a romperse para dar la vida en abundancia. Ahora contempla el camino de Cristo en su descenso, ya glorioso, a los infiernos, en una danza de victoria y de luz. Muchos son los iconos orientales que así representan este misterio, los frescos que engalanan las paredes de las iglesias y monasterios, los mosaicos de las antiguas catedrales que han recibido el influjo del Oriente cristiano, como San Marcos de Venecia o la Capilla Palatina de Palermo.
El icono de la Resurrección de Kariye Cami
Todos los iconos repiten el mismo esquema que sintetiza la fe de la Iglesia y el canto de la liturgia en la noche santa de Pascua, cuando se repite decenas de veces el gran tropario pascual: “Cristo ha resucitado de entre los muertos; con su muerte ha vencido a la muerte y a los que estaban en los sepulcros ha dado vida”. Es un tropario que el Concilio Vaticano II citó en la Constitución Gaudium et Spes n. 22, al hablar de la victoria de Cristo sobre la muerte, el mayor enigma del hombre que sólo encuentra luz en Cristo Resucitado, el vencedor de la muerte.
Hay, sin embargo, una pintura que se puede considerar el culmen de la teología iconográfica de la resurrección, así como el icono de la Trinidad de Andrj Roublev es el culmen de la expresión del misterio trinitario. Es la pintura de la pequeña capilla o paraclession de San Salvador de Chora (de los campos), el templo de Kariye Camy en Estambul.
En efecto, en Constantinopla existe una pequeña iglesia en la que se puede admirar la pintura más bella de la Resurrección. En el ábside de la capilla del Paraclession, un fresco maravilloso expresa el arte y la teología bizantina del siglo XIV. Ante nuestros ojos un Cristo resucitado lleno de poder y majestad, envuelto en un círculo de luz, en medio de la oscuridad del abismo. Con fuerza extraordinaria arranca de sus sepulcros a Adán y a Eva, mientras con sus pies rompe las puertas de la muerte.
Un autor ortodoxo comenta el mensaje de la imagen con estas hermosas palabras: “Cristo desciende a los infiernos para destruirlos; es de una blancura relampagueante, pero ahora ya no está en el monte dela trasfiguración sino en el abismo de la angustia y de la asfixia tenebrosa. Uno de sus pies, con un gesto de increíble violencia, rompe las cadenas de este mundo. La otra pierna, con un movimiento de danza, de nado, empieza ya a subir de nuevo, como el nadador que después de haberse zambullido en el fondo, toma fuerza para regresar al aire y a la luz. Pero es Él el aire y la luz. El aire y la luz son irradiación de su rostro en el fulgor del Espíritu Santo. Y aquí está su gesto liberador: con dada mano Cristo agarra por los pulsos al Hombre y a la Mujer. Y no por la mano, porque la salvación no se negocia, se da. Así los arrastra fuera de sus tumbas. Ninguna sombra: todo rostro tiene la luz del infinito. Ninguna reencarnación: todo rostro es único. Ninguna fusión: todo rostro es un secreto. Ninguna separación : todos los rostros son llamas de un mismo fuego. Y la finalidad no es la de conseguir la inmortalidad del alma, porque inmortales ya lo son las almas en el infierno. Cada rostro es de esta tierra, pero de esta tierra que ha sido y plasmada con el cielo” (O. Clément).
Hay otros iconos de las escuelas rusas en los que el rostro de Cristo es dulce, amoroso, como el del Buen Pastor que ha ido hasta el infierno a buscar la oveja perdida y ahora le ofrece con su mano extendida, la vida inmortal.
El icono de la vida que vence la muerte
En su gran expresividad teológica y plástica este icono de la Resurrección canta la victoria de la vida sobre la muerte. Canta la vida, la penetración de Cristo en el abismo que se abre a sus pies. La canta el fulgor blanquísimo de sus vestidos que expresa la fuerza de su divinidad. Canta la vida el poder de su figura dulcísima y fuerte de Resucitado que anuncia la paz y la libertad. Aquí está el Libertador porque de la vida, arrancada de la muerte. Da la vida eterna. Promete una vida como la suya en la que cada uno recupera su propio ser, su propio cuerpo. Pisotea todo lo que es muerte, las puertas del abismo, los sepulcros, los mismos instrumentos que lo han llevado a la pasión.
El es la luz y el fulgor; el que da la vida, porque es la Vida, va más allá de la muerte y del sepulcro. Es la vida divina que va más allá de las consecuencias del pecado. Y la infunde en los cuerpos. En su humanidad nueva empieza la nueva humanidad; en su Cuerpo de resucitado la Iglesia empieza a tener un germen de vida inmortal que la alimenta y la aglutina. Los sacramentos, empezando por el Bautismo, infunden en los hombres la vida que nace de la Resurrección.
Los ángeles en algunos iconos muestran la cruz gloriosa. En otros es Cristo quien con su cruz, victorioso, desciende llevando como un báculo el anuncio de paz y de victoria. Unas rocas abiertas indican que toda la creación participa de esta victoria de Cristo, el Resucitado que ha vencido la muerte y anuncia en su cuerpo la nueva pascua del universo, los cielos nuevos y la tierra nueva.
La blancura de los vestidos de Cristo indica su condición de Resucitado, su fuerza arrolladora con la que penetra en el abismo y todo lo ilumina, todo lo bautiza con el fulgor de su carne trasparente y verdadera, la misma que ha sufrido, la que tomó de la Virgen María y que ahora ha adquirido para siempre la condición del Resucitado: es carne vivificada y vivificadora, con la fuerza del Espíritu Santo.
Un Cristo que desciende hasta nuestros sepulcros
La figura de la Resurrección de Jesús contiene una hermosa teología, decisiva para la comprensión del misterio que se actualiza en nosotros. Ver a Cristo que desciende hasta el abismo es reconocer su poder inmenso para bajar hasta el abismo de cada hombre, hasta su propio sepulcro. Es confesar con un inmenso amor y con intensa fe que el resucitado es también el Resucitador y que por lo tanto tiene que bajar hasta lo más profundo de nuestro ser para arrancarnos de la muerte, vencer nuestro pecado, liberarnos del esclavitud.
Con su Resurrección Cristo es el Salvador. Puede anunciar a todos la paz con el rostro iluminado. Viene a decirnos “Shalom”: “la paz sea contigo”. Viene a anunciarnos que no hay pecado que El no pueda perdonar; afirma que el grande, decisivo, único pecado, es el de no reconocer su Resurrección, ignorar la maravilla de las maravillas del amor del Padre, rechazar el poder salvador de su misterio pascual.
Creer en la Resurrección es afirmar que Cristo es el Salvador, el que cambia la muerte en vida, el dolor en amor, el pecado en gracia, el odio en perdón. Lo ha cambiado en su propia carne y ahora lo quiere cambiar en todos los que creen en su santa Resurrección.
Creer en Cristo resucitado es dejar que Cristo pueda hacer con cada uno de nosotros, lo que ha hecho con Adán y Eva: bajar hasta su abismo, su sepulcro de la muerte; arrancar con fuerza de este sepulcro y de este abismo a todos los que están sujetos a la fuerza de la muerte que es el pecado, la tumba en la que cada uno se encierra y en la que encerramos a los demás.
El icono que canta la victoria de Cristo Libertador
Uno de los cantos más bellos de la Iglesia oriental, en la noche de Pascua, expresa así la alegría de la Resurrección del Señor, con unos sentimientos que son característicos de toda la literatura cristiana primitiva tal como se expresan en las homilías pascuales de los Padres de la Iglesia:
“Una Pascua divina hoy se nos ha revelado.
Pascua nueva y santa. Pascua misteriosa.
Pascua solemnísima de Cristo libertador.
Pascua inmaculada y grande. Pascua de los creyentes.
Pascua que abre las puertas del Paraíso.
Pascua que santifica a todos los cristianos…
Pascua dulcísima, Pascua del Señor. ¡Pascua!
Una Pascua santísima se nos ha dado.
Es Pascua. Abracémonos mutuamente.
Tu eres la Pascua que destruyes la tristeza.
Porque hoy Cristo Jesús resucita resplandeciente”.
Sí, esta es la Pascua de Cristo libertador. Una libertad que incluye la vida y la muerte. Una liberación que abraza todo el ser del cristiano. Una liberación de la muerte, para ser verdadera liberación de la vida, porque el que no ha resuelto el problema de la muerte, no ha resuelto el problema de la vida. Cristo libera la vida librando de la muerte.
Sí, Jesús ha librado con su muerte a todos aquellos que el diablo tenía prisioneros y esclavos por miedo a la muerte. Liberados de este miedo existencial que condiciona la naturaleza humana hasta hacerla esclava del pecado en un esfuerzo desesperado de vivir para no morir, ahora no hay que hacer las obras de la muerte; hay que dar frutos de vida nueva. Son frutos de todo aquello que empieza a ser nuevo y definitivo con la Pascua: gozo, bondad, magnanimidad, paz, justicia, fortaleza, amor verdadero.
Son los frutos del Espíritu, las bienaventuranzas evangélicas, la vida nueva de los hombres nuevos y resucitados por Cristo.
Las mujeres “miróforas” junto al Sepulcro.
Las mujeres “miróforas” junto al sepulcro
El otro icono de la Resurrección presenta las mujeres junto al sepulcro vacío. A la cabecera del sepulcro un ángel bello con sus vestidos blancos parece decir a las mujeres: “Jesús Nazareno no está aquí. Ha resucitado. Mirad el lugar donde estuvo su cuerpo”. Sólo han quedado los lienzos donde estuvo su cuerpo.
Las mujeres están allí, junto al sepulcro, con la pesada losa levantada antes de que hayan llegado. Llevan en sus manos con fervor y delicadeza los vasos de aromas y perfumes, porque han venido a ungir al Señor tras el descanso obligado del gran Sábado. El amor que tienen a Cristo quiere ahora expresarse tras la resignación de la muerte, en cuidado de su cuerpo que quieren ungir para el descanso eterno del sepulcro. La tradición oriental llama a estas mujeres “miróforas”, portadoras de aromas, con todo el encanto y el mensaje de esta expresión que caracteriza a toda mujer cristiana, a toda discípula del Señor que será siempre una “mirófora”, portadora de aromas, de consuelo, de cuidado para el Señor y para su Cuerpo, allí donde este cuerpo tiene necesidad de un cuidado, en los niños, pobres, enfermos, necesitados, abandonados, heridos, hambrientos…
El sepulcro está vacío. Sólo quedan los lienzos en los que envolvieron el cuerpo de Jesús. Los lienzos blancos sugieren un simbolismo que está muy cercano a una gran tradición antigua, recogida por algunos Padres: el gusano de seda. En la antigüedad, el gusano de seda que se transformaba en mariposa blanca era símbolo de la inmortalidad. Alguien mirando este icono recuerda el hecho. Jesús es como la mariposa que ha dejado la crisálida de sus vestidos. El hace efectivo el simbolismo. El es el principio de la inmortalidad. Con él nuestra vida está escondida con Cristo en Dios; en El podemos morir y resucitar.
Una estrofa del canto de Pascua de la Iglesia oriental comenta así la presencia de las mujeres en este icono:
Las mujeres miróforas con la luz del alba
fueron al sepulcro del autor de la vida
y encontraron a un ángel sentado sobre la piedra.
Dirigiéndose a ellas les decía así:
¿por qué buscáis al Viviente entre los muertos?
¿por qué lloráis al Incorruptible
como si hubiese caído en la corrupción?
Id y anunciad a sus discípulos:
Cristo ha resucitado de entre los muertos.
Mujeres evangelistas, levantaos,
dejad la visión e id a anunciar a Sión:
recibe el anuncio de la alegría:
Cristo ha resucitado.
Alégrate, danza, exulta, Jerusalén,
y contempla a Cristo tu Rey que sale
del sepulcro como un Esposo.
Hay, sin embargo, una pintura que se puede considerar el culmen de la teología iconográfica de la resurrección, así como el icono de la Trinidad de Andrj Roublev es el culmen de la expresión del misterio trinitario. Es la pintura de la pequeña capilla o paraclession de San Salvador de Chora (de los campos), el templo de Kariye Camy en Estambul.
En efecto, en Constantinopla existe una pequeña iglesia en la que se puede admirar la pintura más bella de la Resurrección. En el ábside de la capilla del Paraclession, un fresco maravilloso expresa el arte y la teología bizantina del siglo XIV. Ante nuestros ojos un Cristo resucitado lleno de poder y majestad, envuelto en un círculo de luz, en medio de la oscuridad del abismo. Con fuerza extraordinaria arranca de sus sepulcros a Adán y a Eva, mientras con sus pies rompe las puertas de la muerte.
Un autor ortodoxo comenta el mensaje de la imagen con estas hermosas palabras: “Cristo desciende a los infiernos para destruirlos; es de una blancura relampagueante, pero ahora ya no está en el monte dela trasfiguración sino en el abismo de la angustia y de la asfixia tenebrosa. Uno de sus pies, con un gesto de increíble violencia, rompe las cadenas de este mundo. La otra pierna, con un movimiento de danza, de nado, empieza ya a subir de nuevo, como el nadador que después de haberse zambullido en el fondo, toma fuerza para regresar al aire y a la luz. Pero es Él el aire y la luz. El aire y la luz son irradiación de su rostro en el fulgor del Espíritu Santo. Y aquí está su gesto liberador: con dada mano Cristo agarra por los pulsos al Hombre y a la Mujer. Y no por la mano, porque la salvación no se negocia, se da. Así los arrastra fuera de sus tumbas. Ninguna sombra: todo rostro tiene la luz del infinito. Ninguna reencarnación: todo rostro es único. Ninguna fusión: todo rostro es un secreto. Ninguna separación : todos los rostros son llamas de un mismo fuego. Y la finalidad no es la de conseguir la inmortalidad del alma, porque inmortales ya lo son las almas en el infierno. Cada rostro es de esta tierra, pero de esta tierra que ha sido y plasmada con el cielo” (O. Clément).
Hay otros iconos de las escuelas rusas en los que el rostro de Cristo es dulce, amoroso, como el del Buen Pastor que ha ido hasta el infierno a buscar la oveja perdida y ahora le ofrece con su mano extendida, la vida inmortal.
El icono de la vida que vence la muerte
En su gran expresividad teológica y plástica este icono de la Resurrección canta la victoria de la vida sobre la muerte. Canta la vida, la penetración de Cristo en el abismo que se abre a sus pies. La canta el fulgor blanquísimo de sus vestidos que expresa la fuerza de su divinidad. Canta la vida el poder de su figura dulcísima y fuerte de Resucitado que anuncia la paz y la libertad. Aquí está el Libertador porque de la vida, arrancada de la muerte. Da la vida eterna. Promete una vida como la suya en la que cada uno recupera su propio ser, su propio cuerpo. Pisotea todo lo que es muerte, las puertas del abismo, los sepulcros, los mismos instrumentos que lo han llevado a la pasión.
El es la luz y el fulgor; el que da la vida, porque es la Vida, va más allá de la muerte y del sepulcro. Es la vida divina que va más allá de las consecuencias del pecado. Y la infunde en los cuerpos. En su humanidad nueva empieza la nueva humanidad; en su Cuerpo de resucitado la Iglesia empieza a tener un germen de vida inmortal que la alimenta y la aglutina. Los sacramentos, empezando por el Bautismo, infunden en los hombres la vida que nace de la Resurrección.
Los ángeles en algunos iconos muestran la cruz gloriosa. En otros es Cristo quien con su cruz, victorioso, desciende llevando como un báculo el anuncio de paz y de victoria. Unas rocas abiertas indican que toda la creación participa de esta victoria de Cristo, el Resucitado que ha vencido la muerte y anuncia en su cuerpo la nueva pascua del universo, los cielos nuevos y la tierra nueva.
La blancura de los vestidos de Cristo indica su condición de Resucitado, su fuerza arrolladora con la que penetra en el abismo y todo lo ilumina, todo lo bautiza con el fulgor de su carne trasparente y verdadera, la misma que ha sufrido, la que tomó de la Virgen María y que ahora ha adquirido para siempre la condición del Resucitado: es carne vivificada y vivificadora, con la fuerza del Espíritu Santo.
Un Cristo que desciende hasta nuestros sepulcros
La figura de la Resurrección de Jesús contiene una hermosa teología, decisiva para la comprensión del misterio que se actualiza en nosotros. Ver a Cristo que desciende hasta el abismo es reconocer su poder inmenso para bajar hasta el abismo de cada hombre, hasta su propio sepulcro. Es confesar con un inmenso amor y con intensa fe que el resucitado es también el Resucitador y que por lo tanto tiene que bajar hasta lo más profundo de nuestro ser para arrancarnos de la muerte, vencer nuestro pecado, liberarnos del esclavitud.
Con su Resurrección Cristo es el Salvador. Puede anunciar a todos la paz con el rostro iluminado. Viene a decirnos “Shalom”: “la paz sea contigo”. Viene a anunciarnos que no hay pecado que El no pueda perdonar; afirma que el grande, decisivo, único pecado, es el de no reconocer su Resurrección, ignorar la maravilla de las maravillas del amor del Padre, rechazar el poder salvador de su misterio pascual.
Creer en la Resurrección es afirmar que Cristo es el Salvador, el que cambia la muerte en vida, el dolor en amor, el pecado en gracia, el odio en perdón. Lo ha cambiado en su propia carne y ahora lo quiere cambiar en todos los que creen en su santa Resurrección.
Creer en Cristo resucitado es dejar que Cristo pueda hacer con cada uno de nosotros, lo que ha hecho con Adán y Eva: bajar hasta su abismo, su sepulcro de la muerte; arrancar con fuerza de este sepulcro y de este abismo a todos los que están sujetos a la fuerza de la muerte que es el pecado, la tumba en la que cada uno se encierra y en la que encerramos a los demás.
El icono que canta la victoria de Cristo Libertador
Uno de los cantos más bellos de la Iglesia oriental, en la noche de Pascua, expresa así la alegría de la Resurrección del Señor, con unos sentimientos que son característicos de toda la literatura cristiana primitiva tal como se expresan en las homilías pascuales de los Padres de la Iglesia:
“Una Pascua divina hoy se nos ha revelado.
Pascua nueva y santa. Pascua misteriosa.
Pascua solemnísima de Cristo libertador.
Pascua inmaculada y grande. Pascua de los creyentes.
Pascua que abre las puertas del Paraíso.
Pascua que santifica a todos los cristianos…
Pascua dulcísima, Pascua del Señor. ¡Pascua!
Una Pascua santísima se nos ha dado.
Es Pascua. Abracémonos mutuamente.
Tu eres la Pascua que destruyes la tristeza.
Porque hoy Cristo Jesús resucita resplandeciente”.
Sí, esta es la Pascua de Cristo libertador. Una libertad que incluye la vida y la muerte. Una liberación que abraza todo el ser del cristiano. Una liberación de la muerte, para ser verdadera liberación de la vida, porque el que no ha resuelto el problema de la muerte, no ha resuelto el problema de la vida. Cristo libera la vida librando de la muerte.
Sí, Jesús ha librado con su muerte a todos aquellos que el diablo tenía prisioneros y esclavos por miedo a la muerte. Liberados de este miedo existencial que condiciona la naturaleza humana hasta hacerla esclava del pecado en un esfuerzo desesperado de vivir para no morir, ahora no hay que hacer las obras de la muerte; hay que dar frutos de vida nueva. Son frutos de todo aquello que empieza a ser nuevo y definitivo con la Pascua: gozo, bondad, magnanimidad, paz, justicia, fortaleza, amor verdadero.
Son los frutos del Espíritu, las bienaventuranzas evangélicas, la vida nueva de los hombres nuevos y resucitados por Cristo.
Las mujeres “miróforas” junto al Sepulcro.
Las mujeres “miróforas” junto al sepulcro
El otro icono de la Resurrección presenta las mujeres junto al sepulcro vacío. A la cabecera del sepulcro un ángel bello con sus vestidos blancos parece decir a las mujeres: “Jesús Nazareno no está aquí. Ha resucitado. Mirad el lugar donde estuvo su cuerpo”. Sólo han quedado los lienzos donde estuvo su cuerpo.
Las mujeres están allí, junto al sepulcro, con la pesada losa levantada antes de que hayan llegado. Llevan en sus manos con fervor y delicadeza los vasos de aromas y perfumes, porque han venido a ungir al Señor tras el descanso obligado del gran Sábado. El amor que tienen a Cristo quiere ahora expresarse tras la resignación de la muerte, en cuidado de su cuerpo que quieren ungir para el descanso eterno del sepulcro. La tradición oriental llama a estas mujeres “miróforas”, portadoras de aromas, con todo el encanto y el mensaje de esta expresión que caracteriza a toda mujer cristiana, a toda discípula del Señor que será siempre una “mirófora”, portadora de aromas, de consuelo, de cuidado para el Señor y para su Cuerpo, allí donde este cuerpo tiene necesidad de un cuidado, en los niños, pobres, enfermos, necesitados, abandonados, heridos, hambrientos…
El sepulcro está vacío. Sólo quedan los lienzos en los que envolvieron el cuerpo de Jesús. Los lienzos blancos sugieren un simbolismo que está muy cercano a una gran tradición antigua, recogida por algunos Padres: el gusano de seda. En la antigüedad, el gusano de seda que se transformaba en mariposa blanca era símbolo de la inmortalidad. Alguien mirando este icono recuerda el hecho. Jesús es como la mariposa que ha dejado la crisálida de sus vestidos. El hace efectivo el simbolismo. El es el principio de la inmortalidad. Con él nuestra vida está escondida con Cristo en Dios; en El podemos morir y resucitar.
Una estrofa del canto de Pascua de la Iglesia oriental comenta así la presencia de las mujeres en este icono:
Las mujeres miróforas con la luz del alba
fueron al sepulcro del autor de la vida
y encontraron a un ángel sentado sobre la piedra.
Dirigiéndose a ellas les decía así:
¿por qué buscáis al Viviente entre los muertos?
¿por qué lloráis al Incorruptible
como si hubiese caído en la corrupción?
Id y anunciad a sus discípulos:
Cristo ha resucitado de entre los muertos.
Mujeres evangelistas, levantaos,
dejad la visión e id a anunciar a Sión:
recibe el anuncio de la alegría:
Cristo ha resucitado.
Alégrate, danza, exulta, Jerusalén,
y contempla a Cristo tu Rey que sale
del sepulcro como un Esposo.
La Resurrección cambia también la suerte de las mujeres. A partir de este momento ellas son, como lo expresa la tradición de Oriente,“miróforas” – por-tadoras de aromas-; son“evangelistas” –porque llevan a todos la gran noticia de la resurrección; son “iguales a los apóstoles”, porque dan testimonio de Cristo resucitado.
El gozo de la Pascua cristiana
En la Resurrección de Jesús está el centro de nuestra fe. Es nuestra salvación. Y es el mensaje que tenernos que gritar a todos con las palabras y con la vida.
La Iglesia oriental canta así:
Día de la Resurrección.
Resplandezcamos de gozo en esta fiesta.
Abracémonos, hermanos, mutuamente.
Llamemos hermanos nuestros incluso a los que nos odian.
Perdonemos todo por la Resurrección
y cantemos así nuestra alegría:
Cristo ha resucitado de entre los muertos,
con su muerte ha vencido la muerte
y a los que estaban en los sepulcros
les ha dado la vida.
En la fe y en el amor, siempre es Pascua. La vida es resurrección cuando se vive en Cristo y se manifiesta en su amor. Y el morir es también Pascua, porque en Cristo Jesús la muerte ha sido vencida y todo marca un sendero de vida inmortal para los que creen y viven en Cristo, que es la Resurrección y la Vida.
No es verdad que nadie ha vuelto del cementerio, como plásticamente se expresa la màs castiza filosofía popular. “Un tal Jesús”, decía el Procurador romano ante las declaraciones de Pablo, “que los cristianos afirman que ha resucitado”. Nosotros así lo creemos y hemos hecho de este misterio el centro de nuestra fe. Y el que ha vuelto del sepulcro, es el que da ya la vida nueva a todos, y abre un sendero de vida en medio de la muerte y promete una vida imperecedera, como la suya, a la derecha del Padre.
En la vida y en el dolor, ante la muerte y las desgracias, podemos decir como los cristianos de Oriente, que suelen reservar este saludo incluso para dar el pésame ante la muerte de un ser querido: “Cristo ha resucitado”. Y se responde, tal vez con alegría, tal vez con el dolor y la esperanza: “Sí, de verdad, El ha resucitado”. Un monje santo de la Rusia de siglo XVIII, Serafín de Sarov, acogía a los que iban a visitarlo con estas palabras, llenas de ternura y de esperanza: “Mi alegría, Cristo ha resucitado”.
El icono nos evangeliza de nuevo y quiere hacernos testigos de la Resurrección. Testigos que llevan luz de la fe en los ojos, alegría en el corazón, fortaleza ante las adversidades, amor en todas las manifestaciones, porque Cristo ha resucitado y nos ha dado la luz de la fe, la antorcha de la esperanza, nos ha anunciado la paz, no fortalece ante las adversidades, y ha derramado sobre nosotros el Espíritu Santo, que es el don inefable de nueva vida que nace de la Pascua del Señor.
El gozo de la Pascua cristiana
En la Resurrección de Jesús está el centro de nuestra fe. Es nuestra salvación. Y es el mensaje que tenernos que gritar a todos con las palabras y con la vida.
La Iglesia oriental canta así:
Día de la Resurrección.
Resplandezcamos de gozo en esta fiesta.
Abracémonos, hermanos, mutuamente.
Llamemos hermanos nuestros incluso a los que nos odian.
Perdonemos todo por la Resurrección
y cantemos así nuestra alegría:
Cristo ha resucitado de entre los muertos,
con su muerte ha vencido la muerte
y a los que estaban en los sepulcros
les ha dado la vida.
En la fe y en el amor, siempre es Pascua. La vida es resurrección cuando se vive en Cristo y se manifiesta en su amor. Y el morir es también Pascua, porque en Cristo Jesús la muerte ha sido vencida y todo marca un sendero de vida inmortal para los que creen y viven en Cristo, que es la Resurrección y la Vida.
No es verdad que nadie ha vuelto del cementerio, como plásticamente se expresa la màs castiza filosofía popular. “Un tal Jesús”, decía el Procurador romano ante las declaraciones de Pablo, “que los cristianos afirman que ha resucitado”. Nosotros así lo creemos y hemos hecho de este misterio el centro de nuestra fe. Y el que ha vuelto del sepulcro, es el que da ya la vida nueva a todos, y abre un sendero de vida en medio de la muerte y promete una vida imperecedera, como la suya, a la derecha del Padre.
En la vida y en el dolor, ante la muerte y las desgracias, podemos decir como los cristianos de Oriente, que suelen reservar este saludo incluso para dar el pésame ante la muerte de un ser querido: “Cristo ha resucitado”. Y se responde, tal vez con alegría, tal vez con el dolor y la esperanza: “Sí, de verdad, El ha resucitado”. Un monje santo de la Rusia de siglo XVIII, Serafín de Sarov, acogía a los que iban a visitarlo con estas palabras, llenas de ternura y de esperanza: “Mi alegría, Cristo ha resucitado”.
El icono nos evangeliza de nuevo y quiere hacernos testigos de la Resurrección. Testigos que llevan luz de la fe en los ojos, alegría en el corazón, fortaleza ante las adversidades, amor en todas las manifestaciones, porque Cristo ha resucitado y nos ha dado la luz de la fe, la antorcha de la esperanza, nos ha anunciado la paz, no fortalece ante las adversidades, y ha derramado sobre nosotros el Espíritu Santo, que es el don inefable de nueva vida que nace de la Pascua del Señor.
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