sábado, 25 de abril de 2015

EL OFICIO DIVINO I

20 DE ABRIL DE 2015 / MONASTERIODELPUEYO

(de “Jesucristo, ideal del sacerdote” de D. Marmion)

1.- Excelencia del oficio divino
Al encarnarse, el Hijo no ha dejado de ser la Palabra viviente, el Cántico que era desde toda la eternidad, pero al asumir la naturaleza humana, ha alabado al Padre de otra nueva manera. Desde este punto, existe en la tierra una alabanza humana que es propia del Verbo encarnado.
Reconocemos, pues, en Cristo un himno divino que sobrepasa nuestros alcances y que adoramos profundamente, y un himno humano. En cuanto hombre, Jesús alababa a su Padre con la alegría que le proporcionaba su participación de la filiación eterna. Su alma contemplaba en el Verbo la vida de la Trinidad.


en el coro

Jesús ha ofrecido a Dios el culto de la plegaria que todo hombre debe rendirle en justicia. Jesús honraba a su Padre con la adoración, el amor, la alabanza, la acción de gracias y la plegaria. Y todos estos actos alcanzaban en Él una perfección y un valor infinitos como consecuencia de la unión de su humanidad al Verbo.

Antes de subir al cielo, Cristo ha legado a la Iglesia, su Esposa, toda la inmensa riqueza de sus méritos, de sus gracias y de su doctrina, como también el poder de continuar en la tierra la obra de glorificar a la Trinidad que Él había inaugurado.
Escribió San Agustín: «Son dos en una sola carne; ¿pues por qué no habían de ser dos en una sola voz?… Es la Iglesia quien intercede en Cristo y es Cristo quien intercede en la Iglesia; el cuerpo es uno con la cabeza y la cabeza es una con el cuerpo»: In Ecclesia loquitur Christus; et corpus in capite, et caput in corpore [Enarrat. super psalmos, II, 4. P. L., 36, col. 232].
Voy a emplear una semejanza que os ayude a comprender mejor este misterio. Las satisfacciones que ofreció Cristo para la expiación de los pecados del mundo fueron sobreabundantes, como la Iglesia nos enseña. Y sin embargo, Dios ha querido reservar una parte de sufrimientos al Cuerpo Místico. Así lo afirma el Apóstol: «Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia»: Adimpleo ea quæ desunt passionum Christi… pro corpore ejus quod est Ecclesia (Col., I, 24). Lo que es verdad respecto de la expiación, se puede decir también de la obligación que tenemos de adorar a Dios, de alabarle y de darle gracias. Debemos prolongar y «completar los homenajes que Cristo tributa a su Padre»: Adimplere ea quæ desunt laudationum Christi.
Esta plegaria oficial siempre es escuchada por Dios: Sonet vox tua in auribus meis (Cant., II, 14). El sacerdote siempre tiene abierta la puerta para ser recibido en audiencia por Dios.
Y la razón de esto está en que, al elevar a Dios su plegaria, lo hace en nombre de todo el pueblo cristiano esparcido por el mundo.
Este ministerio sacerdotal de alabanza y de intercesión es uno de los más eficaces para la salud del mundo.
El oficio divino juega un papel importantísimo en el orden de la providencia. La recitación del breviario es una gran obra de fe: nosotros no conocemos los resultados de nuestros esfuerzos y de nuestra plegaria, pero Dios los conoce y sabe apreciar todo el mérito que tienen.
Así se comprende todo el valor que la Iglesia concede a las Horas canónicas, a las que San Benito da el hermoso título de Opus Dei, y de las que San Alfonso nos dice que «cien oraciones privadas no tienen el valor de una sola que se haga en el oficio divino».


Suba mi oración como incienso en tu presencia

2.- La preparación
El oficio divino es la oración oficial de la Iglesia. De ahí procede su valor primordial.
Pero esta oración no puede elevarse hasta el cielo, sino a través de nuestros labios y de nuestro corazón. De ahí que la piedad personal del sacerdote juegue también un papel importante –aunque de distinto orden– en la recitación de las Horas canónicas.
Es de suma conveniencia que, antes de recitar el breviario, dispongamos nuestros corazones para rezarlo bien. La primera y más importante condición de esta preparación consiste en que nos recojamos durante unos momentos. Creo que nunca insistiremos bastante en recomendar esta práctica que es de capital importancia.
Tened en cuenta que, «sin la gracia, somos incapaces» de orar como conviene: Sine me nihil potestis facere (Jo., XV, 5). El Deus in adjutorium del principio de cada hora nos recuerda constantemente esta gran verdad.
Y, sin embargo, he aquí lo que tantas veces nos ocurre: después de haber estado ocupados en asuntos que nos han tenido completamente distraídos o absorbidos, solemos tomar el breviario y empezamos a rezarlo de repente, sin siquiera recogernos un momento para pedir a Dios su gracia.
No nos engaña la Sagrada Escritura cuando nos recomienda: «Antes de ponerte a orar, prepara tu alma, y no seas como los que tientan a Dios» (Eccli., XVIII, 23). ¿Qué es «tentar a Dios»? Es emprender un trabajo sin hacer todo lo que está de nuestra parte para realizarlo debidamente. Y pretender alabar a Dios en nombre de la Iglesia sin el debido recogimiento y sin pedir su auxilio es una temeridad.
Si empezamos a rezar el oficio distraídos, las más de las veces lo terminaremos como lo hemos empezado. Y corremos el peligro de que el Opus Dei se convierta para nosotros en una carga pesada, cuando debiera ser un motivo de alegría y como un rayo de sol en nuestra vida interior.
¿Cómo? Pedir a Dios la gracia de no distraernos y poder alabarlo dignamente junto a los ángeles que rodean su altar y los santos que están junto a su trono.
Esta intención vale ante Dios para todo el oficio, a pesar de las distracciones que nos puedan sobrevenir, ya que las hemos desechado de antemano.
También es una práctica muy laudable el formar una intención que sea como el motivo de nuestra recitación.
Cuando se olvida uno de sus propias preocupaciones para acordarse de las necesidades de los demás, entonces es cuando se siente uno os totius Ecclesiæ y animado de devoción.
Otro medio excelente para recogerse es también el de ir considerando cada una de las palabras de la oración preparatoria.
Pero os prevengo que, aunque estéis habituados por una larga práctica, este recogimiento exige siempre un esfuerzo; pero sabed también que Dios, que es testigo de ello, os recompensará con largueza. Si alguna vez os sucede que, a pesar de vuestra buena voluntad, os encontráis tan fatigados o tan obsesionados por alguna preocupación que os distraéis en el oficio divino, consolaos pensando que también a los santos les sucede lo mismo y que, a pesar de ello, Dios, que ve vuestra recta intención, aceptará complacido vuestro homenaje.

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