En este día –que se prolonga por toda la Octava– se nos invita una y otra vez a alegrarnos,
a regocijarnos, porque nos ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. San Legón Magno, en un sermón de Navidad predicaba “no hay lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida”.
En absoluto se puede dudar que debemos alegrarnos o, al menos, que a esto tenemos que apuntar; pero a veces nuestras Navidades no tienen esa alegría que vemos en los niños, o que teníamos cuando lo éramos. ¿Por qué?
¡Cuánto podría decirse en respuesta…! y mucho mejor de lo que voy a escribir a renglón seguido, pero vaya mi pequeño aporte.
¡Dios viene a salvarnos! Entender, al menos mínimamente, que todo un Dios se haga hombre por nosotros –¡por mí!–, ya bastaría para alegrarnos más de lo que un niño con su regalito… pero no me quiero detener ahí, sino en el “para qué” de su venida.
Ese “para qué” está en toda la Escritura, de un modo u otro, pero se lo dice el Ángel en sueños a San José de manera concisa y diáfana: lo llamarás Jesús –en el original: “Yeshua”, esto es “Yahvé salva”– porque salvará a su pueblo de sus pecados.
A eso vino –y viene– Cristo, ni más ni menos: a salvarnos de nuestros pecados… ¿no nos llena de alegría?…
Probablemente no, o no tanto como debiera ser; ¿por qué? Porque no tenemos idea qué es el pecado…
Sucede que todas las cosas que tienen relación directa con Dios son en alguna manera infinitas, como dice Santo Tomás; y el pecado es una de ellas. Además, al pecado no lo vemos “de fuera”, sino “de dentro” y, distinto a otras realidades, se percibe mucho menos claramente de este modo… Mons. Fulton Sheen dice que de lo único que no se aprende por experiencia es del pecado… mientras más pecamos, menos entendemos qué es pecar… (Por eso quienes más saben qué es el pecado –y justamente por eso más le esquivan–, son los santos).
Y si Cristo viene a salvarme de algo que no se sopesar… tampoco voy a saber sopesar ni su venida, ni su misión, ni –en definitiva– la redención entera. Si no llego a entender qué es un cáncer –y lo padezco– no me voy a alegrar demasiado si aparece un “salvador” que me pueda curar…
¿Quién conoce sus faltas? dice el Salmo 18 y “Los Padres del desierto no dudaban en afirmar: «El que ve su pecado es mayor que el que resucita a los muertos»[1]”.
El Papa nos decía anoche “La Navidad consiste en que Dios está siempre ahí, esperándonos”, pero no olvidemos que la barrera que nos separa de Él, aunque esté esperándonos, es justamente el pecado, y borrarlo es su misión.
Siempre estamos a tiempo, y cuánto más en Navidad, de cantar alegremente lo del Salmo 102:
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
El perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
Él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura;
Él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila
se renueva tu juventud.
Que Aquella que por su cercanía con Dios también entra en las “cosas” de alguna manera infinitas, quien por ser Santísima conoce las profundidades del pecado con la mayor de las claridades, nos conceda en estos días navideños reconocer nuestros pecados y, si hace falta, acercarnos al Sacramento de la Confesión, medio que ha dejado el Niño de Belén para ser Él mismo quien nos perdona “por” y “en” sus ministros.
¡Muy Feliz Navidad!
[1] Jacques Philippe, La libertad interior.
Agrego un saludo navideño de un Siervo de Dios
AUGURIOS INCÓMODOS
Queridísimos, no obedecería a mi deber de obispo si os dijera “Feliz Navidad” sin daros fastidio.
Yo, en cambio, os quiero dar fastidio. No soporto en efecto la idea de tener que daros augurios inocuos, formales, impuestos de la routine del calendario.
Me halaga la hipótesis de que alguno los devuelva al remitente como correo no deseado.
Muchos augurios incómodos, entonces, mis queridos hermanos!
Jesús que nace por amor os dé la náusea de una vida egoísta, absurda, sin empuje, y os conceda de inventaros una vida cargada de donación, de oración, de silencio, de coraje.
El Niño que duerme sobre la paja os quite el sueño y os haga sentir la almohada de vuestra cama dura como una piedra, hasta que no hayáis dado hospitalidad a un desalojado, a un extranjero, a un pobre que está de paso.
Dios que se hace hombre os haga sentir gusanos cada vez que vuestra carrera se vuelve el ídolo de vuestra vida; el adelantamiento, el proyecto de vuestros días, la espalda del prójimo, instrumento de vuestras escaladas.
María, que encuentra solo en el estiércol de los animales la cuna donde poner con ternura el fruto de su vientre, os obligue con sus ojos heridos a suspender el estrujamiento de todas las canciones natalicias, mientras vuestra conciencia hipócrita acepte que el tacho de basura o el incinerador de una clínica se transformen en tumba sin cruz de una vida suprimida.
José, que en la afrenta de miles de puertas cerradas es el símbolo de todas las desilusiones paternas, disturbe la embriaguez de vuestras cenas, reprenda las tibiezas de vuestros juegos, provoque cortocircuitos en el despilfarro de vuestras lucecitas, hasta que no os dejéis que os meta en crisis el sufrimiento de tantos padres que derraman lágrimas secretas por sus hijos sin fortuna, sin salud, sin trabajo.
Los ángeles que anuncian la paz traigan de nuevo guerra a vuestra somnolienta tranquilidad incapaz de ver que solo un poco más allá, con el agravante de vuestro cómplice silencio, se consuman injusticias, se desaloja a la gente, se fabrican armas, se militariza la tierra de los humildes, se condenan pueblos al exterminio del hambre.
Los Pobres que acuden a la gruta, mientras los potentes traman en la oscuridad y la ciudad duerme en la indiferencia, os hagan entender: que si también vosotros queréis ver “una gran luz”, tenéis que partir desde los últimos.
Que las limosnas de quien juega con la piel de la gente son tranquilizantes inútiles.
Que las pieles compradas con los aguinaldos quedan bien, pero no calientan.
Que los retardos en las construcciones populares son actos de sacrilegio, cuando son provocados por especulaciones corporativas.
Los pastores que velan en la noche, “haciendo guardia al rebaño”, y que esperan la aurora, os den el sentido de la historia, la embriaguez de la espera, el gozo del abandono en Dios.
Y os inspiren el deseo profundo de vivir pobres, que es el único modo para morir ricos.
Feliz Navidad! Sobre nuestro viejo mundo que muere, nazca la esperanza.
Siervo de Dios Don Tonino Bello
En absoluto se puede dudar que debemos alegrarnos o, al menos, que a esto tenemos que apuntar; pero a veces nuestras Navidades no tienen esa alegría que vemos en los niños, o que teníamos cuando lo éramos. ¿Por qué?
¡Cuánto podría decirse en respuesta…! y mucho mejor de lo que voy a escribir a renglón seguido, pero vaya mi pequeño aporte.
¡Dios viene a salvarnos! Entender, al menos mínimamente, que todo un Dios se haga hombre por nosotros –¡por mí!–, ya bastaría para alegrarnos más de lo que un niño con su regalito… pero no me quiero detener ahí, sino en el “para qué” de su venida.
Ese “para qué” está en toda la Escritura, de un modo u otro, pero se lo dice el Ángel en sueños a San José de manera concisa y diáfana: lo llamarás Jesús –en el original: “Yeshua”, esto es “Yahvé salva”– porque salvará a su pueblo de sus pecados.
A eso vino –y viene– Cristo, ni más ni menos: a salvarnos de nuestros pecados… ¿no nos llena de alegría?…
Probablemente no, o no tanto como debiera ser; ¿por qué? Porque no tenemos idea qué es el pecado…
Sucede que todas las cosas que tienen relación directa con Dios son en alguna manera infinitas, como dice Santo Tomás; y el pecado es una de ellas. Además, al pecado no lo vemos “de fuera”, sino “de dentro” y, distinto a otras realidades, se percibe mucho menos claramente de este modo… Mons. Fulton Sheen dice que de lo único que no se aprende por experiencia es del pecado… mientras más pecamos, menos entendemos qué es pecar… (Por eso quienes más saben qué es el pecado –y justamente por eso más le esquivan–, son los santos).
Y si Cristo viene a salvarme de algo que no se sopesar… tampoco voy a saber sopesar ni su venida, ni su misión, ni –en definitiva– la redención entera. Si no llego a entender qué es un cáncer –y lo padezco– no me voy a alegrar demasiado si aparece un “salvador” que me pueda curar…
¿Quién conoce sus faltas? dice el Salmo 18 y “Los Padres del desierto no dudaban en afirmar: «El que ve su pecado es mayor que el que resucita a los muertos»[1]”.
El Papa nos decía anoche “La Navidad consiste en que Dios está siempre ahí, esperándonos”, pero no olvidemos que la barrera que nos separa de Él, aunque esté esperándonos, es justamente el pecado, y borrarlo es su misión.
Siempre estamos a tiempo, y cuánto más en Navidad, de cantar alegremente lo del Salmo 102:
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
El perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
Él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura;
Él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila
se renueva tu juventud.
Que Aquella que por su cercanía con Dios también entra en las “cosas” de alguna manera infinitas, quien por ser Santísima conoce las profundidades del pecado con la mayor de las claridades, nos conceda en estos días navideños reconocer nuestros pecados y, si hace falta, acercarnos al Sacramento de la Confesión, medio que ha dejado el Niño de Belén para ser Él mismo quien nos perdona “por” y “en” sus ministros.
¡Muy Feliz Navidad!
[1] Jacques Philippe, La libertad interior.
Agrego un saludo navideño de un Siervo de Dios
AUGURIOS INCÓMODOS
Queridísimos, no obedecería a mi deber de obispo si os dijera “Feliz Navidad” sin daros fastidio.
Yo, en cambio, os quiero dar fastidio. No soporto en efecto la idea de tener que daros augurios inocuos, formales, impuestos de la routine del calendario.
Me halaga la hipótesis de que alguno los devuelva al remitente como correo no deseado.
Muchos augurios incómodos, entonces, mis queridos hermanos!
Jesús que nace por amor os dé la náusea de una vida egoísta, absurda, sin empuje, y os conceda de inventaros una vida cargada de donación, de oración, de silencio, de coraje.
El Niño que duerme sobre la paja os quite el sueño y os haga sentir la almohada de vuestra cama dura como una piedra, hasta que no hayáis dado hospitalidad a un desalojado, a un extranjero, a un pobre que está de paso.
Dios que se hace hombre os haga sentir gusanos cada vez que vuestra carrera se vuelve el ídolo de vuestra vida; el adelantamiento, el proyecto de vuestros días, la espalda del prójimo, instrumento de vuestras escaladas.
María, que encuentra solo en el estiércol de los animales la cuna donde poner con ternura el fruto de su vientre, os obligue con sus ojos heridos a suspender el estrujamiento de todas las canciones natalicias, mientras vuestra conciencia hipócrita acepte que el tacho de basura o el incinerador de una clínica se transformen en tumba sin cruz de una vida suprimida.
José, que en la afrenta de miles de puertas cerradas es el símbolo de todas las desilusiones paternas, disturbe la embriaguez de vuestras cenas, reprenda las tibiezas de vuestros juegos, provoque cortocircuitos en el despilfarro de vuestras lucecitas, hasta que no os dejéis que os meta en crisis el sufrimiento de tantos padres que derraman lágrimas secretas por sus hijos sin fortuna, sin salud, sin trabajo.
Los ángeles que anuncian la paz traigan de nuevo guerra a vuestra somnolienta tranquilidad incapaz de ver que solo un poco más allá, con el agravante de vuestro cómplice silencio, se consuman injusticias, se desaloja a la gente, se fabrican armas, se militariza la tierra de los humildes, se condenan pueblos al exterminio del hambre.
Los Pobres que acuden a la gruta, mientras los potentes traman en la oscuridad y la ciudad duerme en la indiferencia, os hagan entender: que si también vosotros queréis ver “una gran luz”, tenéis que partir desde los últimos.
Que las limosnas de quien juega con la piel de la gente son tranquilizantes inútiles.
Que las pieles compradas con los aguinaldos quedan bien, pero no calientan.
Que los retardos en las construcciones populares son actos de sacrilegio, cuando son provocados por especulaciones corporativas.
Los pastores que velan en la noche, “haciendo guardia al rebaño”, y que esperan la aurora, os den el sentido de la historia, la embriaguez de la espera, el gozo del abandono en Dios.
Y os inspiren el deseo profundo de vivir pobres, que es el único modo para morir ricos.
Feliz Navidad! Sobre nuestro viejo mundo que muere, nazca la esperanza.
Siervo de Dios Don Tonino Bello
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