Dos vidas ciertamente muy distintas que, sin embargo, se encontrarán inevitablemente ligadas por la fe en el Hijo de Dios y la misión apostólica a ambos encomendada: Pedro, el apóstol fogoso, el de los arrebatos, el primer confesor de la filiación divina del Verbo Encarnado, el mismo que negaría al Maestro para recibir después de sus propios labios el perdón junto con las llaves de la Iglesia, el crucificado boca abajo por sentirse indigno de hacerlo como el Mesías; y Pablo, el perseguidor acérrimo de la Iglesia naciente, vencido por “el Perseguido”, atrapado por su mensaje e instituido como mensajero del Evangelio en tierras paganas; y, sin embargo, tanto el iletrado y sencillo pescador cuanto el eximio y tradicional exégeta, terminarían involucrados singularmente en la historia de la salvación: el uno con las llaves, el otro con la espada, pero ambos con la misma fe en el Redentor por la cual terminarán dando sus vidas y constituyéndose, por divino designio, en columnas firmes de la santa Iglesia.
Pero ambos santos –no debemos olvidar- son fruto insigne de la gracia y, por lo tanto, invitación a dejarnos moldear también por ella mediante la docilidad: no sólo Pablo debió rendirse ante Jesucristo para que la gracia triunfara en él, sino también Pedro, y todos los santos que conforman hoy la elite triunfante del Cuerpo Místico de Cristo; he ahí un incentivo más para que “busquemos dócilmente” la santidad. Y a la luz de estas consideraciones se comprende de manera clara aquello que sobre san Pedro escribiera Pemán: “No tiene la iglesia un cimiento aéreo de perfecciones imposibles, sino un equilibrado cimiento humano de pecado y de perdón… «El papa –se ha dicho- es el soberano del mundo que sonríe más humanamente, más comprensivamente». Y es porque las llaves no se dieron a la perfección sino al arrepentimiento” .
Sea el ejemplo de estos pilares de la Iglesia un llamado más de nuestro Dios a buscar incansablemente la santidad.
P. Jason Jorquera M.
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