Montefiascone, Italia, 23 de julio de 2016.
Siempre esperado mes de junio… por muchas cosas, pero sobre todo esperado por los niños de nuestra misión. En ése mes tuvimos ocho campamentos de niños de catequesis. En una semana se desarrollaron seis, y los dos restantes en dos semanas sucesivas. Las expectativas fueron superadas por la realidad, porque si bien esperábamos que el número se aumente, nunca pensamos que llegaríamos a tener 1.100 niños en campamento. El incremento esperado, por una parte, es debido a que aumentamos los años de catecismo, que anteriormente era de un solo año, y ahora es de dos años para los niños ya bautizados, y de tres para los que tienen que recibir el bautismo más la comunión y la confirmación. Por otra parte el aumento es porque los niños cada vez vuelven más contentos a sus aldeas, y contagian a otros el deseo de asistir. Ya es el tercer año que realizamos esta actividad, y cada año es más fructuoso. A los primeros campamentos, en el año 2014, asistieron unos 500 niños, si mal no recuerdo.
Brevemente les cuento cómo participan de estos campamentos, aunque creo que ya les he contado el año pasado, lo repito para los nuevos lectores. Los campamentos los dividimos por centros, y tenemos siete centros. En el centro más importante dividimos el campamento en dos, de niñas por un lado y de niños por otro, para una mejor organización, porque llegaban a ser más de 200 en total. Los chicos vienen de las aldeas aledañas que pertenecen a la aldea que es cabecera del centro y se quedan cinco días para recibir catecismo y reafirmar conocimientos. Pero de a poco hemos podido ir influyendo en los catequistas para que entiendan el campamento de una manera más amplia, como una “escuela de vida”. Es decir, que a los chicos se les enseñe a vivir cristianamente, a rezar, a cumplir, a convivir con otros niños, a hacer sanas amistades, y poder tener días de mucha alegría.
Cuando les he contado a otros sacerdotes de otras misiones sobre estos campamentos multitudinarios, nos preguntan cómo hacemos. Y la verdad que sería imposible si no fuera por la gran simpleza a la que ellos están acostumbrados, es decir, los niños de mi parroquia. Cuando vienen para estos cinco días, casi que no traen nada… Vienen con la comida que se les pide para los cinco días: un kilo de arroz, dos kilos de harina de maíz (para el ugali, una especie de polenta blanca), un kilo de porotos, y diez papas o batatas. Eso para cinco días de desayunos y comidas. Para ayudarles a las aldeas, que son muy pobres, y entusiasmarlos a seguir con el trabajo cada año, desde la parroquia aportamos para cada campamento el aceite y el azúcar. Este año agregamos algunas bolsas de caramelos para cada campamento y a dos de los más numerosos pudimos regalarles una pelota de futbol y una de vóley para los juegos, y así el campamento sea más festivo.
Otra gran cosa que nos favorece es que los hicos están acostumbrados a una vida muy sencilla, y no se molestan en absoluto de dormir en el piso, literalmente… es decir, en el piso, sin colchón ni nada. Solamente podemos llegar a extender lonas, y ellos con la ropa se acomodan, hacen una almohada con una camisa, y listo. Además están muy acostumbrados al trabajo en sus casas, y son muy prácticos, para prender el fuego, para cocinar ellos mismos. Y hasta llevan una sola muda de ropa, que en los tiempos libres lavan, si pueden.
Sumemos finalmente que es posible gracias a los catequistas, que en esos días dejan sus casas y familias para dedicarse a este trabajo. Y como en las aldeas son muy organizados y solidarios, se hacen grupos de señoras para cocinar y ayudar en lo que haga falta. En fin el trabajo es mucho, pero muy repartido, y ayudado por la vida simple, sin pretensiones materiales y de comodidades que no conocen.
Larga introducción para contarles sobre las visitas a estos campamentos. En la semana que tuvimos seis campamentos a la vez (hay que hacerlos así, todos a la vez, porque es el tiempo de vacaciones en la escuela), los visitamos en cuatro intensos días. Salíamos en una sola camioneta todo el equipo: los dos sacerdotes, tres hermanas Servidoras, el catequista Filipo, y algunos monaguillos o los misioneros laicos. Al llegar nos esperaban multitudes de niños, que salían a nuestro encuentro cantando con mucha alegría, porque sabían bien que era un día especial dentro de los demás. Comenzábamos con juegos, las niñas con las hermanas y los niños con los padres. Corridas, juegos, y gritos… sobre todo de las niñas, con sus cantos por equipos, que comenzaban a atraer a mucha gente que veía alterada la monotonía diaria de la aldea. Se formaba un gran grupo de espectadores en esos momentos, no todos ellos eran católicos, y se ve el gran efecto de este apostolado.
Normalmente luego de los juegos desayunábamos con ellos, su muy simple colación. Admirable el hecho de que habían jugado, corrido, saltado y gritado… todo ello sin haber desayunado todavía. Luego del desayuno yo comenzaba a confesar mientras ensayaban cantos de misa, o repasaban el catecismo. Finalmente les entregábamos de regalo alguna estampa, que habían llevado las hermanas, todo un “arsenal” de material de apostolado. Los chicos estaban felices con sus regalos, muy simples, una estampa y un caramelo. Con todos ellos nos sacábamos una foto que en muchos casos era una tarea casi imposible, porque mostraban su estampa, pero cada uno deseaba que su estampa saliera en primer plano, lo cual arrancaba risas en todos.
Todos los días regresábamos los misioneros casi de noche a nuestra casa, muertos de cansancio, pero con gran alegría. Llegábamos al descanso de la oración y de la vida comunitaria, para emprender al día siguiente el viaje hacia algún otro campamento. Veo como un fruto muy grande la confianza de los niños con los padres y las hermanas. Se admiraban, los chicos y los grandes, de ver a los padres con sotana y a las hermanas, jugando entre los niños. Algunos chicos en el partido de fútbol nos pedían la pelota gritando: “Mwalimu! Mwalimu!” (¡maestro! ¡maestro!). Y les enseñábamos a decirnos “padre”. Los niños que estaban de otros años ya les contagiaban la confianza a los nuevos… y la corriente de confianza iba en aumento.
En uno de los campamentos a los que les habíamos regalado los balones de futbol y de vóley, en medio de un tumulto de niños que cantaban y corrían, vinieron tres niñas de unos doce años y me dijeron: “Padre, ¡muchas gracias por el regalo!” Yo no supe en el momento a qué se referían, porque acabábamos de llegar… Y me dijeron ellas: “¡Por la pelota de vóley! ¡Muchas gracias!”. Me quedó en el corazón, sin saber quiénes eran, ni ahora podría recordarlas volviendo a esas aldeas, porque habían cientos de niños… pero me quedó como una imagen de todos los niños representados en ellas.
En estos días que pensaba en escribirles esta crónica se me venía a la cabeza el preguntarme, ¿cuánto valen 1.100 sonrisas de niños? ¿Cuánto vale el “gracias” de estos chicos felices con tan poca cosa? Es un valor incalculable, y esa es la paga para el sacrificio misionero. Pagados con sobreabundancia, más del ciento por uno. Y vale la pena todo sacrificio. La paternidad espiritual del misionero es algo que no llegaremos a abarcar ni comprender del todo, ni los mismos misioneros.
¡Firmes en la brecha!
P. Diego Cano, IVE
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