viernes, 30 de mayo de 2014

¡Paraíso, paraíso!

Una gracia… y un desafío!

La semana pasada tuve la gracia de dar los Ejercicios Espirituales a 23 sacerdotes: 22 religiosos del IVE y un diocesano. Una gracia… y un desafío. Como supondrán, predicar a los del “gremio”, agrega cierta “presión”, subjetiva en su gran parte pero presión al fin. Animaba mucho el considerar que cada sacerdote es un canal privilegiado de la gracia (¡para eso estamos!), y que, por tanto, no estaba dando los ejercicios a 23, sino a todas las almas que de un modo u otro, dependen de ellos.


Quería compartir con Uds., adaptándolo solo un poco, lo que les prediqué en la última Misa; que si bien tiene algunas cosas sacerdotales bastante marcadas, creo que puede ser igualmente de provecho, ¡eso espero!

El texto entonces:

Una vez, habiendo terminado unos Ejercicios Espirituales para laicos en Chile, luego de los saludos correspondientes, se me acercó un ejercitante y de muy buena manera me dijo que estaba muy contento con los Ejercicios, pero que había faltado algo… que todo el Ejercicio estaba ordenado a una cosa: que lleguemos al cielo, y que no había hablado, ex profeso, del tema. Desde ahí, prácticamente siempre, he dedicado el último sermón a hablar sobre esto.

El pensamiento del cielo me parece que puede servir de mucho para la perseverancia, para animarnos a sufrir lo que haya que sufrir, según aquello de San Pablo, los padecimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse reflejada en nosotros (Rm 8,18); como también por el hecho de que la búsqueda de ese cielo nos puede ayudar a entender cada vez más que, como escribía Marcelo: “El cielo y el infierno empiezan en la Tierra, en el interior del hombre: o tiene a Dios dentro o no lo tiene”.

Ideas sobre el cielo

Primero digamos algo sobre el cielo… digamos en definitiva que dado que “El premio de la virtud será el mismo que dio la virtud” (San Agustín), por tanto, del cielo es más lo que no sabemos que lo que sabemos.

San Agustín, obispo de Hipona (+430), tenía idea de escribir un tratado sobre la felicidad del cielo, pero, espantado ante la dificultad de la empresa, quiso antes aconsejarse con san Jerónimo, doctor de la Iglesia, que se hallaba en Belén. Estando con la pluma en la mano para comenzar la carta que había de enviar a san Jerónimo, he aquí que se le aparece este Santo anciano, que precisamente había muerto aquel día y aquella hora.

Y san Agustín oyó de boca de san Jerónimo estas palabras: “¿Cómo piensas encerrar en una taza el mar y en un puño la tierra? ¿Quieres ver con tu ojo lo que ningún ojo humano ha visto? ¿Quieres oír con tu oído lo que ningún oído ha escuchado jamás? ¿Quieres comprender con tu inteligencia lo que ningún entendimiento ha comprendido nunca? Es ésa una empresa imposible para quien vive en la tierra. Bástate vivir de modo que puedas ganar y gozar de ese cielo que pretendes comprender y describir”.  Y desapareció.

El cielo en la tierra

El poco de cielo que podemos vivir en esta tierra no puede provenir de otro sino de Dios. Él nos consuela en toda tribulación, a fin de que nosotros, que recibimos consuelo de Dios, podamos también consolar a los que se hallen en cualquier género de tribulación (2Cor 1,4).

Una mujer que había hecho los Ejercicios Espirituales por internet, estando muy angustiada por ciertos problemas sobre todo familiares, y no encontrando consuelo en ninguna parte, fue a la mesa de luz, tomó la Biblia, abrió y leyó esto, de parte del mismo Dios: Yo, yo soy tu consolador(Is 51,12). ¡Qué gran verdad…!

San Alfonso María de Ligorio, en un libro excelente pero hoy de título poco taquillero (Preparación para la muerte), escribía:

“¡Cómo sabe Dios contentar a las almas fieles que le aman! San Francisco de Asís, que todo lo había dejado por Dios, hallándose descalzo, medio muerto de frío y de hambre, cubierto de andrajos, mas con sólo decir: «Mi Dios y mi todo», sentía gozo inefable y celestial.

San Alfonso María de Ligorio San Alfonso María de Ligorio
San Francisco de Borja, en sus viajes de religioso, tuvo que acostarse muchas veces en un montón de paja, y experimentaba consolación tan grande, que le privaba del sueño. De igual manera,San Felipe Neri, desasido y libre de todas las cosas, no lograba reposar por los consuelos que Dios le daba en tanto grado, que decía el Santo: «Jesús mío, dejadme descansar.»

Pensamiento del Cielo

Nuestro pensamiento debe estar en el cielo… escribía san Juan Pablo II: “Debemos pensar en el Paraíso. La carta de nuestra vida la jugamos apuntando hacia el Paraíso. Esta certeza y esta esperanza no nos saca de nuestros empeños terrenos sino que los purifica y los intensifica, según se muestra en la vida de los santos”.

Sabemos que él predicó esto con su ejemplo: una vez le sugirieron que descansase de su ingente labor, y respondió “ya descansaremos en el cielo”.

San Felipe Neri siempre repetía para que ninguno se olvide: ¡Paraíso, paraíso!

Cuando 72 volvieron de su misión, felices por el apostolado (¡qué felicidad más noble!), porque hasta los demonios se habían sometido en nombre de Jesús, sabemos la respuesta: ¡el Cielo! alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en los cielos (Lc 10, 17-20).

Nuestros pensamientos… y también nuestro corazón:

No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6,19-21).

Un cielo de acuerdo a las obras

Pero no olvidemos que, así como las estrellas difie­ren entre sí en esplendor, de la misma manera el pre­mio del cielo no será igual para todos, sino proporcio­nado al bien que cada cual haya realizado, al esfuerzo desplegado. No basta con haber dejado todo, sino que hay que ejercer todas las virtudes propias de nuestro estado. Un religioso con voluntad a medias o tibio no goza su cielo en este mundo, mientras que el generoso se goza en los mismos sacrificios y ya gusta de un cielo antici­pado en espera de poseerlo eternamente.

Decíos, pues, a vosotros mismos: « ¡Quiero hacerme santo misionero para poseer el cielo reservado a los santos misioneros! » Debe haber entre vosotros una santa envidia, o mejor, una santa emulación para subir a la mayor altura. Para esto hay que trabajar y trabajar mucho. Y sería muy cómodo tener el cielo ya ahora, en seguida. No, no; hay que trabajar cuarenta, cincuenta años y aún más. Yo miraré desde el cielo para que no os abran muy pronto sus puertas (….) ¿Qué son cuarenta, cincuenta años de trabajo en comparación con la eternidad? Este es el pensamiento que hizo a los santos, y esto es lo que debe animarnos a trabajar y a salvar las almas como verdaderos y fieles ministros de Jesús. Me parece que este pensamiento del cielo debe levantar nuestro ánimo. Nuestra recompensa está allá, ¡grande sobremanera!…Pensemos en ello a menudo”.

La Virgen María… Puerta del cielo, Reina del cielo…

María impera en el cielo sobre los ángeles y bienaventurados. En recompensa a su profunda humildad, Dios le ha dado el poder y la misión de llenar de santos los tronos vacíos, de donde por orgullo cayeron los ángeles apóstatas. Tal es la voluntad del Altísimo que exalta siempre a los humildes: que el cielo, la tierra y los abismos se sometan, de grado o por fuerza, a las órdenes de la humilde María, a quien ha constituido Soberana del cielo y de la tierra, capitana de sus ejércitos, tesorera de sus riquezas, dispensadora del género humano, mediadora de los hombres, exterminadora de los enemigos de Dios y fiel compañera de su grandeza y de sus triunfos.



P. Gustavo Lombardo, IVE

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