lunes, 24 de marzo de 2014

¿Qué nos distingue de ellos?

El valor de la Humildad

Muchas veces he pensado y repensado cuáles son las cosas –o mejor cual es la cosa: virtud, actitud, etc.– que nos distingue de los santos, de aquellos ¡hombres de los que no era digno el mundo! (Heb. 11, 38). A ellos tenemos que imitar y tener siempre como referentes. Comenzando la Cuaresma, tiempo especial de conversión –o sea tiempo especial de búsqueda de la santidad–, fijar más la mirada en ellos es casi una necesidad; teniendo en cuenta aquello de que “los santos no son los que nunca cayeron, sino los que siempre se levantaron”. Buscando entonces “lo distinto”, he querido descubrir algo, de algún modo omni-abarcante, que incluyera en sí todo lo demás.

Inconscientemente había focalizado esta desproporción entre ellos y yo (comienzo a hablar en singular para no hacer cargo al lector de mi falta de virtud) en dos cosas puntuales: la caridad exquisita (sobre todo con los más difíciles o con los enemigos) y, especialmente, el amor a la Cruz, sobre todo cuando ese amor era tal que el sufrimiento se transformaba en gozo. Recuerdo, como si fuera hoy, la especie de shock que me produjo leer por primera vez, en el Noviciado, este tipo de frases:

“Cuando llegues al punto de que la aflicción te es dulce, y te complaces en saborearla por Cristo, bien puedas entonces considerarte dichoso, porque has hallado en verdad el paraíso en la tierra” (Tomás de Kempis).

“El sufrimiento me es desconocido. En él encuentro mi alegría, pues en la cruz se encuentra a Jesús. ¿Y qué importa sufrir cuando se ama?… ¿Qué es el sacrificio, qué es la cruz sino el cielo cuando en ella está Jesucristo?” (Santa Teresa de los Andes, carmelita chilena).

“La cruz es el regalo que Dios hace a sus amigos… Soporté muchas cruces más de las que parecía podría soportar. Me dispuse a pedir el amor a la cruz y entonces fui feliz. Verdaderamente no se encuentra la felicidad sino allí” (San Juan María Vianney).

“¡Tanto es el bien que espero que toda pena me da consuelo!” (San Juan de la Cruz).

Veía –y veo– en este amor y alegría en el dolor, ese infinito poder del Señor, que hace nuevas todas las cosas (Cf. Ap 21,5); sólo Él es capaz de transformar, por amor, lo más aborrecible en lo más amable; lo más evitable en lo más deseable; lo más desdichado, en lo más dichoso; porque sólo Él puede “hacer” a un santo.

Pero así y todo, viendo en este amor gozoso en el dolor un signo inequívoco de santidad, sin embargo, últimamente encontré algo que me parece ser aún más propio de los santos, algo que está a la base de esta “locura de la Cruz”, a la base también de la caridad exquisita y de cualquier otra virtud: me refiero a la humildad.

Los santos han percibido existencialmente su insignificancia, su nada, su incapacidad para toda obra buena, su pecado, sus infidelidades a la acción de Dios, la desproporción entre ellos con las obras que podían hacer y los frutos que producían… y podríamos seguir…

Hay que decirlo, aunque duela: “yo me creo más perfecto que un San Ignacio o un San Francisco Javier –o cualquier otro santo–”. ¡¿Pero cómo decir semejante cosa?! Resulta que de lo contrario yo sería más humilde que ellos y, por tanto, más santo; cosa, a todas luces, imposible.

No hay ninguna duda de cuánto nos sobrepasan los santos en perfección, pero tampoco hay ninguna duda de que ellos tenían una idea de sí mismos, mucho más baja de la que nosotros tenemos de nosotros mismos (vuelvo al plural… hablando de la humildad, ya me pone incómodo tanto “yo”…); y ésta me parece la diferencia raigal, fundamento de todas las demás diferencias que nos distinguen con aquellas obras maestras de Dios.

Como decía, nosotros podemos tener presente esto, meditarlo, escribirlo, incluso creernos que lo vivimos –¡más peligroso aún!–, pero la diferencia con los santos es que ellos vivían esto o, mejor dicho, viven esto –ya que muchos habrá entre nosotros, que aún ni reconocemos–; y lo viven con una claridad, diafanidad, evidencia e indiscutibilidad apabullante, avasallante, extrema…  así como nosotros sabemos que 2 + 2 = 4, así ellos saben lo “nada” que son ante Dios, y lo “nada” que tienen de sí mismos y lo “nada” que pueden sin Su ayuda. ¿Alguien, durante el transcurso del día, medita sobre la verdad de que 2 + 2 son 4? ¿Alguno por ahí se lo repite una y otra vez para no olvidarlo?… así de ilógico es para un santo pensar que algo es, tiene o puede por sí mismo…

Mons. Fulton Sheen decía hermosamente:

“Cuanto mejores nos volvemos, menos conscientes somos de nuestra bondad. Si alguien admite ser un santo, está cerca de ser un demonio. Jean Jacques Rousseau creía que de todos los hombres, él era el más perfecto, pero tenía tantas grietas en su alma que abandonó a sus hijos después de su nacimiento. Cuantos más santos nos volvemos, menos conscientes somos de ser santos. Un niño es simpático, siempre y cuando él no sepa que es simpático. Tan pronto como cree que lo es, se convierte en un niño engreído. La verdadera bondad es inconsciente”.

Y San Francisco de Asís, en un diálogo con el hermano León, comentaba:

“La santidad no es un cumplimiento de sí mismo, ni una plenitud que se da. Es, en primer lugar, un vacío que se descubre, y que se acepta, y que Dios viene a llenar en la medida en que uno se abre a su plenitud. Mira, Hermano León, nuestra nada, si se acepta, se hace el espacio libre en que Dios puede crear todavía. El Señor no se deja arrebatar su gloria por nadie. Él es el Señor, el Único, el Santo. Pero coge al pobre por la mano, le saca de su barro y le hace sentar sobre los príncipes de su pueblo para que vea su gloria”.

Meditando en la parábola del fariseo y el publicano, me sentía cómodo pensando que yo era el publicado arrepentido y humilde, pero leyendo un libro me di cuenta que aunque obre como el publicano, me siento superior, como el fariseo… bue… la única solución es la humildad.

Reconociendo nuestra incapacidad, confiaremos más francamente en el auxilio divino, con toda la paz que eso trae consigo. Escribía San Francisco Javier:

“Una de las cosas que nos da mucha consolación y esperanza muy crecida, que Dios nuestro Señor nos ha de hacer merced, es un entero conoscimiento que de nosotros tenemos, que todas las cosas necesarias para un oficio de manifestar la fe de Jesucristo, vemos que nos faltan; y siendo así que lo que hacemos sólo es por servir a Dios nuestro Señor créscenos siempre esperanza y confianza, que Dios nuestro Señor para su servicio y gloria, nos ha de dar abundantísimamente en su tiempo todo lo necesario”.

El siguiente fragmento pertenece a una carta que escribió San Francisco Javier, antes de partir para oriente, a su misión, de la cual nunca volvió y que, luego de poco más de 11 años, terminó con su vida; notemos como deja claro que espera que Dios lo ilumine por medio de aquellos a quien dirige la carta (San Ignacio y otro jesuita):

“Por amor y servicio de Dios nuestro Señor, os rogamos que nos escribáis para el marzo que viene, cuando partirán las naos de Portugal para la India, muy a largo de las cosas que allá os paresciere, acerca del modo que debemos de tener entre los infieles; porque, dado que la experiencia nos mostrará parte del modo que debemos de tener, esperamos en Dios nuestro Señor que lo demás placerá a su divina Majestad darnos por Vosotros a conoscer de la manera que lo habemos de servir, como lo ha hecho hasta agora, y temiéndonos de lo que suele ser ya muchos acaescer, que, o por descuidos, o por no querer demandar y tomar de otros, suele Dios nuestro Señor negarles muchas cosas, las cuales daría si bajando nuestros entendimientos, pidiésemos ayuda y consejo en lo que habemos de hacer, principalmente a aquellas personas por medio de las cuales ha placido a su divina Majestad darnos a sentir en qué de nosotros se manda servir: os rogamos, Padres, y os suplicamos una y otra vez en el Señor [1Tes 4,1] por aquella nuestra estrechísima amistad en Cristo Jesús, que nos escribáis los avisos y medios para más servir a Dios nuestro Señor, que allá os paresciere que debemos de hacer, pues tanto deseamos la voluntad de Cristo nuestro Señor por vosotros sernos manifestada; y en vuestras oraciones ultra de la acostumbrada memoria, otra más particular os pedimos que tengáis, pues la larga navegación y nueva contratación [trato familiar] de gentiles, con nuestro poco saber, pide más y más favor del acostumbrado”.

Muchas otras cosas se podrían decir sobre los casi infinitos bienes que trae consigo la humildad. Y digo “casi infinitos” porque se trata justamente, como queda dicho de una y otra manera, de dejar obrar al Infinito en nosotros.

Pidamos una y otra vez este gran regalo del cielo, teniendo bien presente lo que le dijo el Señor a los Apóstoles, un poco asustados por las exigencias del Evangelio: Jesús, mirándolos fijamente, dijo: “Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible” (Mt 19,26). Recemos también con el Salmista: "Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos" (Sal 137,8).

Y además de pedir, hagamos lo que esté de nuestra parte… reconocernos soberbios es un buen comienzo.

Quien haya leído algún otro post habrá notado que si el tema no es exclusivamente de la Santísima Virgen, entonces sobre Ella tratan las últimas líneas… ¡Quién me diera una santidad y una pluma digna de tal Reina y Señora! Pero Ella también es Madre y, como tal, mira con dulzura cualquier esfuerzo que hagamos, por insignificante e imperfecto que sea, en orden a que sea más conocida y amada.

Bueno… si en ningún escrito me parece forzado terminar hablando de Ella, muchísimo menos lo considero al hablar de esta virtud que tanto brilló en la esclava del Señor (Lc 1,38). Ella, después de escuchar las alabanzas proferidas por su prima santa Isabel, prorrumpe en un canto que no hace más que atribuir absolutamente todo a su Dios; alaba y engrandece al Señor porque ha mirado su “nada” y porque ha hecho maravillas en su favor:

Y como la humildad no sólo mira a Dios sino que también a los demás, muy acertadas son estas palabras en verso que un poeta pone en labios de María, anhelando vivamente ser la esclava de quien sería la Madre del Mesías:

¡Oh, siglo venturoso,
cumplimiento de tantos de
esperanza y llantos,
término no dudoso,
pues nacerá en tus días
aquella virgen que predijo Isaías!
¡Oh, si han de ser mis ojos
dichosos de mirarla,
aunque para buscarla,
la vida dé en despojos!
Y ¿qué más bien perdida
que por tan alto bien tan dulce vida?
Si de verla llegare
la venturosa hora,
y de ser mi señora
por dicha se dignare,
¿cómo la serviría?
Gloria es pensarlo sólo el alma mía.
¡Oh, como el tierno niño
que de esta virgen bella,
dejándola doncella,
nacerá blanco armiño,
sirviera yo de esclava!
¡Oh, tiempo, pues llegaste, acaba, acaba!


P. Gustavo Lombardo, IVE
Misionero en Chile
www.verbo.ive.org

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