Virgen María ¡Madre de Dios y madre nuestra!
Nos suena familiar decir que María es “madre de Dios” y, aunque no deja de ser muy bueno, quizás justamente por esa familiaridad, no llegamos a reparar todo este título lleva consigo. Sabemos, sí, qué significa ser madre –más aun las que lo son–, pero nos sobrepasa, abundantemente, saber qué estamos significando cuando decimos “Dios”. Santo Tomás dirá: “en esta vida tanto más perfectamente conocemos a Dios, cuanto mejor entendemos que sobrepasa toda capacidad intelectual”[1].
El P. José María Cabodevilla, prolífico escritor y devoto de María, expresaba esta verdad con palabras que destilan su amor filial:
“Decimos madre de Dios y lo decimos tranquilamente, con la misma naturalidad con que decimos la madre de Carlos o de Carlota. Sin embargo, esa expresión está reclamando nuestro estupor, incluso cierta resistencia, cierto escándalo. Madre de Dios. En el límite del lenguaje y al borde mismo del absurdo, hemos tenido que hablar así: Dios, que es incapaz de hacer otro Dios, hizo lo más que podía hacer, una madre de Dios”.
Toda la grandeza que puede proclamarse de la Santísima Virgen no tiene otra fuente, motivo, causa o relación que el hecho de haber sido elegida, desde siempre, para ser nada más y nada menos que madre del Todopoderoso.
Permítanme citar in extenso unos párrafos del Tratado de la Verdadera Devoción, donde el Santo de Montfort, el locamente enamorado de María, parecería no encontrar palabras para expresar lo que contempla su alma; sucede que, como decía Santa Teresita “es imposible a la palabra humana expresar lo que el corazón humano apenas puede sentir”[2]; leamos, entonces, el texto, tratando de ponderar cada frase:
“María es el santuario y tabernáculo de la Santísima Trinidad, donde Dios mora más magnífica y maravillosamente que en ningún otro lugar del universo sin exceptuar los querubines y serafines (…).
Digo con los santos, que la excelsa María es el paraíso terrestre del nuevo Adán, quien se encarnó en él por obra del Espíritu Santo para realizar allí maravillas incomprensibles. Ella es el sublime y divino mundo de Dios, lleno de bellezas y tesoros inefables. Es la magnificencia del Altísimo, quien ocultó allí, como en su seno, a su Unigénito y con El todo lo más excelente y precioso.
¡Oh qué portentos y misterios ha ocultado Dios en esta admirable creatura, como Ella misma se ve obligada a confesarlo no obstante su profunda humildad ¡El Poderoso ha hecho obras grandes por mí! (…)
Los santos han dicho cosas admirables de esta ciudad Santa de Dios. Y, según ellos mismo testifican, nunca han estado tan elocuentes ni se han sentido tan felices como al hablar de Ella. Todos a una proclaman que la altura de sus méritos, elevados por Ella hasta el trono de la Divinidad, no se puede percibir; que la anchura de su caridad, que extendió más que la tierra, no puede medirse; que la grandeza de su poder, que se extiende hasta sobre el mismo Dios, es incomprensible; y, en fin, que la profundidad de su humildad y de todas sus virtudes y gracias son un abismo insondable. ¡Oh altura incomprensible! ¡Oh anchura inefable! ¡Oh grandeza sin medida! ¡Oh abismo impenetrable!
Todos los días, del uno al otro confín de la tierra, en lo más alto del cielo y en lo más profundo de los abismos, todo pregona y exalta a la admirable María. Los nueve coros angélicos, los hombres de todo sexo, edad y condición, religión, buenos y malos, y hasta los mismo demonios, de grado o por fuerza, se ven obligados por la evidencia de la verdad a proclamarla bienaventurada.
Todos los ángeles en el cielo dice San Buenaventura le repiten continuamente: ‘¡Santa, santa, santa María! ¡Virgen y Madre de Dios!’ y le ofrecen todos los días millones y millones de veces la salutación angélica: ‘Dios te salve, María…’, prosternándose ante Ella y suplicándole que, por favor, los honre con alguno de sus mandatos. Hasta San Miguel, dice San Agustín, aunque príncipe de toda la corte celestial, es el más celoso en rendirle y hacer que otros le rindan toda clase de honores, esperando siempre sus órdenes para volar en socorro de alguno de sus servidores.
Toda la tierra está llena de su gloria, particularmente entre los cristianos que la han escogido por tutela y patrona de varias naciones, provincias, diócesis y ciudades. ¡Cuántas catedrales no se hallan consagradas a Dios bajo su advocación! ¡No hay iglesia sin un altar en su honor, ni comarca ni religión donde no se dé culto a alguna de sus imágenes milagrosas, donde se cura toda suerte de enfermedades y se obtiene toda clase de bienes! ¡Cuántas cofradías y congregaciones en su honor! ¡Cuántos institutos religiosos colocados bajo su nombre y protección! ¡Cuántos congregantes en las asociaciones piadosas, cuántos religiosos en todas las Ordenes! ¡Todos publican sus alabanzas y proclaman sus misericordias!
No hay siquiera un pequeñuelo que, al balbucir el Avemaría, no la alabe. Ni apenas un pecador que, aunque obstinado, no conserve alguna chispa de confianza en Ella. Ni siquiera un solo demonio en el infierno que, temiéndola, no la respete.
Es, por tanto, justo y necesario repetir con los santos: DE MARIA NUNQUAM SATIS… Todavía no se ha alabado, exaltado, honrado, amado y servido suficientemente a María. Ella merece todavía más alabanzas, respetos, amor y servicios (…)
Debemos también exclamar con el Apóstol: ‘El ojo no ha visto, el oído no ha oído, a nadie se le ocurrió pensar…’ las bellezas, grandezas y excelencias de María, milagro de los milagros de la gracia, de la naturaleza y de la gloria. ‘Si quieres comprender a la Madre dice un santo trata de comprender al Hijo. Pues Ella es digna Madre de Dios’. ¡Enmudezca aquí toda lengua!”[3].
Y lo bueno, lo maravilloso, la esperanzadora y gran noticia para empezar cada año, dada la generosidad inaudita de Dios, es que esta Madre suya es al mismo tiempo también Madre nuestra…Y sí, aquí tenemos otro motivo para decir: ¡enmudezca toda lengua!, ya que toda la grandeza y belleza incomparable de María, toda su maternal ternura más que angelical, ha sido y será el más hermoso regalo que Dios, por medio de su Hijo, nos ha hecho y nos hará. Parafraseando la Escritura podríamos decir que así como tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito[4], así también tanto nos amó su Hijo que nos entregó, nada más y nada menos que desde la Cruz, a su tiernísima Madre.
¡¿Qué sería de nosotros sin una Madre como Ella?! ¿A dónde buscaríamos consuelos en nuestras penas? ¿Dónde refugio en nuestros desamparos? ¿Dónde protección en nuestras luchas? ¿Dónde consejo y guía, en nuestro caminar? ¿Dónde auxilio en nuestros peligros? Y sobre todo ¿dónde dulces, misericordiosas y reparadoras caricias en nuestras caídas?
¡Bendito y mil veces bendito sea nuestro Dios por habernos dado a su Madre! ¡Y bendita y mil veces bendita sea nuestra Madre por habernos aceptados como hijos, aun siendo débiles y pecadores; aun siendo la misma causa de su pasión al pie de la Cruz! Misterios de amor… ¡enmudezca toda lengua!
Madre mía, si no existieran tus ojos, creo que no me atrevería a mirar a los de Jesús… y aun sabiendo que existen, no los miro sin el cobijo de tu mirada. ¡Mil veces bendita seas!
Termino con poesía escrita para una mamá de la tierra pero que puede aplicarse, ¡y cuánto más! a nuestra Madre del Cielo:
EL CONSEJO MATERNO[5]
Ven para acá, me dijo dulcemente
mi madre cierto día,
(aún me parece que escucho en el ambiente
de su voz la celeste melodía).
Ven y dime qué causas tan extrañas
te arrancan esa lágrima, hijo mío,
que cuelga de tus trémulas pestañas
como gota cuajada de rocío.
Tú tienes una pena y me la ocultas:
¿no sabes que la madre más sencilla
sabe leer en el alma de sus hijos
como tú en la cartilla?
¿Quieres que te adivine lo que sientes?
Ven para acá pilluelo,
que con un par de besos en la frente
disiparé las nubes de tu cielo.
Yo prorrumpí a llorar, -nada le dije,
la causa de mis lágrimas ignoro;
pero de vez en cuando se me oprime
el corazón, y ¡lloro!.
Ella inclinó la frente pensativa
se turbó su pupila.
y enjugando sus ojos y los míos,
me dijo más tranquila:
Llama siempre a tu madre cuando sufras
que vendrá muerta o viva:
si está en el mundo a compartir tus penas.
Y lo hago así cuando la suerte ruda
como hoy perturba de mi hogar la calma:
¡invoco el nombre de mi madre amada,
y entonces siento que se ensancha mi alma!
¡Feliz y santo año para todos!
¡Feliz día de la Madre de Dios y nuestra!
[1] Summa Theologiae, II-II, q. 8, a. 7: Ed. Leonina, VIII, p. 72. (25).
[2] Historia de un alma, cap. 9.
[3] San Luis M. Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a María Santísima, nn. 7-10, 12.
[4] Cf. Jn 3,15
[5] Autor: Olegario V. Andrade
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